El gran derrotado en las elecciones municipales de noviembre en Brasil fue el presidente Jair Bolsonaro. La mayoría de sus candidatos perdió y sus resultados en São Paulo y Río de Janeiro fueron humillantes. Aunque conserva parte del apoyo popular —del 35 al 37%—, su respaldo electoral se redujo al de cuando era solo un diputado gritón y maleducado al que nadie tomaba en serio.

Pero su derrota no significó un triunfo de la izquierda, que recuperó poco espacio y solo gobernará una capital, Belém (Pará).

Fue la derecha de antes —de cuando ser “de derecha” no incluía ser antivacunas ni defender la tortura— que salió victoriosa, porque reconquistó votos perdidos y atrajo a electores del centro con candidatos moderados, contrarios al extremismo del Presidente.

Aunque las elecciones municipales tengan su dinámica propia, muestran tendencias que anticipan un cuadro complejo para las presidenciales de 2022. Si bien Bolsonaro sufrió una clara derrota, no hay una oposición fuerte. El voto en su contra está dividido entre una izquierda aún golpeada y fragmentada —pero con capacidad de movilización— y una derecha sin un proyecto claro y aún atada a polarizaciones del pasado.

Si ambos grupos votaran a un mismo candidato en dos años, podrían vencer.

Hay dos futuros posibles para Brasil: Bolsonaro podrá ser recordado como una breve anomalía histórica que dejó un desastre (más de 186.000 muertos por el coronavirus, la Amazonía amenazada, la democracia moribunda y una sociedad enfrentada por una política de odio), pero que al final fue superada; o bien como el inicio de una transformación sistémica que terminó por erosionar la democracia y la modernidad en Brasil. Para evitar esto último, los demócratas de todo el arco político deben buscar juntos la salida del infierno, como hicieron los chilenos en los 90 frente al dictador Augusto Pinochet.

El golpe parlamentario contra Dilma Rousseff, en 2016, y la posterior persecución y encarcelamiento político de Luiz Inácio Lula da Silva son una herida abierta entre izquierda y derecha, pero algún entendimiento será necesario.

Sin renunciar a la disputa ideológica, ambos bloques podrían trazar una línea roja contra el fascismo.

Para ello, por un lado, la izquierda debería abandonar su guerra de egos, modernizarse y volver a dialogar fuera de su burbuja. Por otro lado, los sectores democráticos de la derecha y la centroderecha deberían alejarse de quienes, en sus filas y en el mal llamado centrão (partidos clientelistas cuyo peso en el Congreso les permite negociar cargos y prebendas), prefieren ser socios menores de un presidente autoritario.

Bolsonaro publicó en Twitter una lista de sus apadrinados para estas elecciones municipales.

Aunque luego borró el tuit, la derrota era evidente: de los 13 candidatos a alcalde que apoyaba, 11 perdieron.

Hay que prestar atención a las dos grandes capitales. En São Paulo, el candidato del Presidente, Celso Russomanno, apenas obtuvo el 10,5% de los votos. En una segunda vuelta que pareció un retorno a la normalidad, un candidato de izquierda, Guilherme Boulos, y un liberal de centroderecha, Bruno Covas, se enfrentaron de forma civilizada, y cuando Covas venció dijo que “es posible hacer política sin odio”.

En Río de Janeiro, el candidato que Bolsonaro respaldó, el actual alcalde, Marcelo Crivella (pastor homofóbico y sobrino del dueño de la Iglesia Universal del Reino de Dios), fue humillado en las urnas. Su adversario en la segunda vuelta, Eduardo Paes, recibió el apoyo del electorado de izquierda pese a ser de centroderecha y ganó en todos los barrios.

Covas, Paes y otros vencedores se diferencian, por su moderación, de sus propios partidos, que en los últimos años se acercaron peligrosamente a la extrema derecha. El éxito de los candidatos moderados parece ser la lección de estas elecciones para la derecha.

Antes del balotaje presidencial de 2018, que concluyó con la victoria de Bolsonaro, el diario Estado de S. Paulo afirmó en un editorial que elegir entre Fernando Haddad (del partido de Lula) y Jair Bolsonaro era “muy difícil”.

De un lado, estaba Haddad, un político sin antecedentes de corrupción, profesor universitario, con buenas gestiones como alcalde y ministro. Del otro, Bolsonaro, un militar retirado que reivindicaba la dictadura, amenazaba a sus adversarios y hacía campaña con mentiras. Pero dos años después, la elección no parece tan difícil. Los resultados de la gestión de Bolsonaro confirman lo falsa que era esa simetría. Solo en las últimas semanas, el Presidente brasileño ha realizado una campaña contra las vacunas en plena pandemia de la COVID-19, en el segundo país del mundo con más muertes.

La situación de Brasil no es normal y hace falta responsabilidad histórica.

En 2022, en la primera o la segunda vuelta, todos los demócratas deben unirse para impedir la reelección del peor presidente de su historia, aunque eso signifique hacer acuerdos con adversarios de toda la vida. Será imprescindible para que la pesadilla Bolsonaro acabe para siempre.

 Bruno Bimbi es columnista de The New York Times.