Trump, un lobo disfrazado de lobo
Al respaldar al presidente de manera incondicional, las élites republicanas ayudaron a que sucediera el asalto al Capitolio.
Durante años, ha existido un mantra que los republicanos recitan para consolarse acerca del presidente Trump, tanto por las cosas que dice como por el apoyo que le ofrecen. Según ellos, Trump debe ser tomado en serio, pero no literalmente. La frase proviene de un artículo de Salena Zito publicado en The Atlantic, en 2016, en el que se quejaba de que la prensa se tomaba a Trump “literalmente, pero no en serio; sus seguidores lo toman en serio, pero no literalmente”.
Para las élites republicanas, se trató de un argumento muy útil. Si las palabras de Trump se entendían como una serie de capas de exageración y estilo folklórico, diseñadas para provocar a los pedantes de los medios de comunicación pero perfectamente comprensibles para sus partidarios comunes y corrientes, entonces, mucho de lo que sería demasiado grotesco o falso como para poder ser aceptado de manera literal podría respaldarse cuidadosamente, en el mejor de los casos, o simplemente ignorarse como un mal chiste en las peores ocasiones. Y las élites republicanas podían caminar por la cuerda floja entre acabar con su reputación o enfurecer al líder de su partido, mientras culpaban a los medios de comunicación por caricaturizar al trumpismo al reportar con precisión las palabras de Trump.
El miércoles, en el Capitolio, los que se tomaron a Trump en serio y los que se lo tomaron literalmente chocaron de manera espectacular. Dentro del edificio, un grupo de senadores republicanos, liderados por Ted Cruz y Josh Hawley, formulaban un desafío irresponsable a los resultados del Colegio Electoral. No tenían ninguna oportunidad de anular los resultados y lo sabían. No tenían pruebas de que los resultados debían anularse y lo sabían. Y no actuaron, ni hablaron, como si realmente creyeran que la elección había sido robada. Estaban allí para tomar en serio las preocupaciones de Trump, no literalmente sino con la esperanza de que los seguidores del mandatario pudieran convertirse en sus seguidores en 2024.
Pero, al mismo tiempo, Trump les estaba diciendo a sus seguidores que le robaron las elecciones y que ellos tenían que resistir. Y lo tomaron literalmente. No experimentaron eso como la actuación de un agravio; lo vieron como un asalto profundo. Irrumpieron en el Capitolio, atacaron a oficiales de policía, destrozaron puertas, barreras y saquearon las oficinas del Congreso. En medio del caos, una mujer recibió un disparo y falleció.
La gran virtud de Trump, como figura pública, es su literalidad. Sus declaraciones pueden estar plagadas de mentiras, pero es honesto acerca de quién es y qué pretende. Cuando se le preguntó, durante los debates presidenciales de 2020, si se comprometería a una transferencia pacífica del poder en caso de una derrota, se negó. No hubo subterfugios por parte de Trump para los terribles eventos del 6 de enero. Invocó esta oportunidad, una y otra vez, hasta que sucedió. El Partido Republicano que ha ayudado e instigado a Trump es igual de despreciable, o más, porque inundan la prensa con citas asegurando que saben algo más.
A menudo, la era Trump ha estado envuelta en un manto de ironía autoprotectora. Se nos ha pedido que separemos al hombre de sus tuits, que creamos que Trump no quiere decir lo que dice, que no tiene la intención de actuar según sus convicciones, que no es lo que obviamente es. Cualquier divergencia entre la palabra y la realidad se ha incluido en ese principio. El hecho de que Trump no haya logrado mucho de lo que prometió debido a su incompetencia y distracción ha sido reformulado como una señal de una situación más delicada. Las limitaciones impuestas sobre él por otras instituciones o actores burocráticos se han reformulado como evidencia de que nunca tuvo la intención de seguir adelante con sus declaraciones más salvajes. Esa fue una ficción conveniente para el Partido Republicano, pero fue una fantasía desastrosa para el país. Y ahora se ha derrumbado.
Cuando los literalistas se apresuraron a entrar en la cámara, Pence, Cruz y Hawley estaban entre los que tuvieron que ser evacuados, por su propia seguridad. Algunos de sus compatriotas, como la senadora Kelly Loeffler, rescindieron sus objeciones a la elección, aparentemente conmovidos por la bestia que habían creado. Pero no hay un refugio real del movimiento que alimentaron. Las legiones de Trump todavía están ahí afuera, y ahora están de luto por una muerte y se sienten aún más engañados por muchos de sus supuestos aliados en Washington, quienes se volvieron contra ellos tan pronto como hicieron lo que pensaron que se les había pedido.
El problema no son los que tomaron en serio la palabra de Trump desde el principio. Son los muchos, muchos republicanos electos que no lo tomaron en serio, ni literalmente, sino con cinismo. Ellos han desencadenado esto sobre sus cabezas, y sobre las nuestras.
Ezra Klein es columnista de The New York Times.