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¡Que coman pasteles!

Cuenta una anécdota que días previos a la Revolución Francesa la reina María Antonieta consultaba a sus sirvientes por qué el pueblo francés se encontraba convulsionado, a lo que le contestaron que “piden pan para comer”, pero debido a la escasez de harina, no podían comprar dicho alimento y estaban muriendo de hambre. La “respuesta” que la reina dio a tal calamidad fue “¡que coman pasteles!”.

Más allá si es verdad lo dicho por su majestad o no, la frase atribuye un estado de ánimo compartido por las personas que comprendían la nobleza y la jerarquía religiosa de la época: la frivolidad e insensibilidad ante el sufrimiento de los pobres por parte de las poblaciones más acomodadas y ricas. En nuestros días, parece que dicho estado de ánimo/actitud persiste, solo que ahora se la trata de justificar bajo un discurso economicista.

El Impuesto a las Grandes Fortunas (IGF) ha saltado a la palestra y como era de esperar surgieron algunos “detractores”. La retórica que utilizan es que producto de este impuesto se desincentivará la inversión privada, que se está castigando el emprendedurismo y que estos recursos serán empleados para engrosar el aparato estatal, atribuyendo en última instancia un “odio” al sector privado.

Lo cierto es que se trata de un impuesto que en el mejor de los casos recaudará unos $us 15 millones, afectando a 150 familias adineradas. Más impacto tendría el reintegro del IVA, por el cual se espera una recaudación de $us 115 millones, unas 7,7 veces más que el IGF.

En conjunto, dichas medidas tienen por espíritu la solidaridad. Lo que buscan ambos impuestos es una mayor progresividad tributaria tanto de aquellos que ganan más como aquellos que ganan menos: a unos cobrándoles algo más, con la certeza de que ese “algo más” no afectará su modo de vida, y a los que ganan menos, devolviéndoles recursos para que puedan destinarlos a otras necesidades apremiantes. Pero entender esto resulta difícil.

Efectivamente, si a las élites más adineradas se les preguntase sobre la desigualdad en la población boliviana, ellas estarían casi de acuerdo que es un flagelo que hay que eliminar, pero cómo hacerlo, ahí está la dificultad.  Más de uno recurriría a la frase preelaborada de dotarles las oportunidades antes que darles alguna asistencia monetaria (enseñarles a pescar antes que darles el pez). Otros simplemente callarían y harían mutis por el lado derecho ante tal cuestionamiento.

Ahora bien, cuando las élites económicas piden apoyo al Estado vía la reducción de impuestos, devaluación de la moneda, apertura irrestricta al comercio internacional, asistencia financiera, leyes laborales flexibles, lo hacen en nombre de la productividad, en cambio, apoyar a los pobres es algo improductivo (esto no lo dicen de forma expresa, pero lo piensan en privado). Lo cierto es que ambos necesitan el apoyo necesario y no una actitud monárquica, se necesita la solidaridad, más necesaria en tiempos de una pandemia mundial.  

*Es economista