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Trump o la locura del poder

Mi afición por detectar la mutación en el comportamiento de los presidentes una vez que dejan el poder o viceversa con el tiempo se ha convertido en fascinación, particularmente en Bolivia donde los he conocido cercanamente durante medio siglo, circunstancia acaecida también en Francia y más allá.

Estudiar a esos personajes en pleno ejercicio de su fuerza es un entretenimiento agradable y verlos despojados de sus mandatos, postrados en el exilio, en la calle o en un calabozo, es aun mayormente subyugante. En muchos casos, aplicar la somatología para descubrir los síntomas de esa transmutación nos señala que en el momento de gloria se elevan en estatura, su caja torácica se infla con frecuencia, se visten con urbano esmero y hasta su sex-appeal se hace aparente. En cambio, la caída los retorna a su verdadero gabarito, su pecho se torna cóncavo y su pupila trajina el horizonte en busca de sonrisas solidarias. El tiempo de repartir dádivas ha pasado y llega la hora de esquivar venganzas. Las alabanzas se fueron para dar paso al vituperio. Unos escriben sus memorias, espacio adecuado para agradecer las lisonjas acumuladas y, además, tramar la revancha para estigmatizar a los ingratos. Pero los más, se dedican al ocio o a los placeres solitarios.

Este marco, frecuente en las republiquetas de la periferia donde los autócratas se aferran al poder, cambiando o vulnerando la Constitución, también sucede en el primer mundo, aunque con modalidades altamente sofisticadas. Sin embargo, el intento de golpe de Estado perpetrado el 6 de enero en Washington rompe toda tradición, al identificar que el autor intelectual del atropello fue nada menos que el Presidente número 45 de la Unión. Conforme las investigaciones abiertas y encubiertas van tomando forma, se advierte los siniestros objetivos del asalto al Capitolio: matones armados que buscaban ajusticiar a la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, y colgar de un árbol al vicepresidente, Mike Pence, por haber abierto la sesión que permitiría certificar el resultado escrutado por el Colegio Electoral. Esas hordas trumpistas no se agolparon espontáneamente, fueron estimuladas por inspiración presidencial e instigadas por él, en arengas inflamadas de incitación a la violencia. Con anterioridad, frecuentes arrebatos extravagantes y la fobia desatada contra adversarios o adláteres desechados hacían presumir a sus cercanos amigos y a lejanos enemigos que el billonario había perdido la razón y que la seguridad del Imperio estaba dramáticamente comprometida. Esa conducta, debatida y juzgada por los congresales, culminó con la aprobación del impeachment del Mandatario y ante la falta de sanción senatorial, dejó abierta la posibilidad del juicio para inhabilitarlo a postular a cargo electivo alguno. No obstante, alejado el nefario magnate, surgirá sin duda una corriente trumpista sin Trump, por cuanto de 74 millones de americanos que votaron por él, 18 millones aprueban la ocupación del Capitolio y 24 millones se sienten representados por aquellas huestes. Ese capital electoral seguirá siendo inspirado por el expresidente a través de sus testaferros locales en cada Estado de la Unión. Aquella motivación y el temor a que Trump ordene represalias contra ellos o familiares en sus respectivas circunscripciones fueron la causa por la que tan solo 10 republicanos votasen por el impeachment; 197 de aquellos, temerosos de una venganza estilo siciliano, prefirieron hipotecar su lealtad.

Más allá de la inauguración del nuevo presidente, el factor Trump será determinante para conservar la integridad nacional, lubricar la guerra civil o evitarla. La brecha entre quienes objetan el multiculturalismo pregonando la supremacía blanca frente al resto de la población es una peligrosa chispa. En todo caso está a la vista que el Partido Republicano saldrá dividido por este conflicto.

   Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.