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Reinventando la diplomacia

La pandemia del COVID-19 que está cambiando las estructuras institucionales, el nivel de vida, los sistemas de gobierno y las condicionantes geopolíticas en el planeta entero, también ha llegado al espacio diplomático donde se opera cierta vertiginosa evolución para enfrentar los desafíos del mundo cada vez más globalizado. Remota queda la época medieval cuando se definía la diplomacia como el arte de negociar con los soberanos (que no eran muchos) o del lejano periodo colonial rubricado en el Tratado de Versalles por los pocos Estados independientes que forjaron la Sociedad de Naciones cuyo fracaso dio origen a la ONU, mediante la Carta constitutiva suscrita solo por 51 países. Hoy en día ese organismo mundial cuenta con 193 naciones. Esa dilatada relación —otrora solo interestatal— se complica con la aparición de nuevos actores paralelos como las empresas multinacionales, las organizaciones no gubernamentales (ONG), los grupos de presión de la sociedad civil, las redes sociales y otros. Si la ONU fue creada principalmente para preservar la paz mundial, ahora se añaden temas prioritarios en la agenda como el cambio climático, las epidemias, el resurgimiento del terrorismo, el narcotráfico, los derechos humanos y actualmente la manipulación geopolítica en la producción y distribución de las vacunas contra el COVID- 19. Los Estados, para adoptar sus respectivas posiciones al respecto, deberán contar con secciones especializadas en las cancillerías y además formar cuadros diplomáticos aptos para enfrentar el desafío del multilateralismo rampante. En tanto que las relaciones bilaterales primordialmente entre vecinos ligadas por acuerdos y convenios continúan su fluidez tradicional, la noción multilateral prevalece en torno a entidades regionales, esforzadas por promover políticas de integración. Ello acontece en todos los continentes, sea la Unión Europea (UE), la ASEAN (sudeste asiático) la OUA (África) la OEA (Américas) y una copiosa ensalada de letras que cobijan cofradías inoperantes

La irrupción pandémica del COVID 19 —por otra parte— ha obligado a los operadores diplomáticos a insertarse en los modernos instrumentos de la tecnología digital para programar reuniones virtuales (por ejemplo, vía Zoom), cumpliendo las barreras sanitarias en vigor. Esa modalidad presenta significativos inconvenientes insalvables frente a las ventajas de la vinculación presencial, incluyendo una fastidiosa limitación en el número de participantes y de tiempo en el uso de la palabra. Entonces surge insoslayablemente, la nostalgia por la diplomacia de viejo cuño, aquella cuando un Talleyrand, en el Congreso de Viena (1815) logra revertir la derrota de las guerras napoleónicas en una salida decorosa para la Francia vencida, usando su proverbial habilidad del arte de la negociación, para unir a los antiguos adversarios en aquel “concierto europeo” que duró un siglo.

Imposible de negar el rol cada vez más impactante de las redes sociales en el tinglado de las relaciones internacionales, usadas y abusadas por el presidente Donald Trump, cuyos inefables tuits matinales dictaban el orden del día a países amigos y enemigos. Una influencia determinante en la modulación de la opinión pública, al punto que sus homólogos de naciones grandes y chiquitas imitaban e imitan esa costumbre tornada en herramienta certera y puntual para el posicionamiento de un Estado respecto a los temas de actualidad.

Reglón aparte merecen las representaciones consulares, puente de vinculación del Estado con sus súbditos asentados en el extranjero, en muchos casos convertidos en aportadores importantes de divisas remitidas a su país de origen. En efecto, a guisa de muestra, citaremos a El Salvador receptor de remesas que representan el 16% del PIB. La defensa de los derechos humanos de los inmigrantes y la asistencia legal que se les preste, son parte de la acción consular.

Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.