Días de Fiesta
Este año el Ekeko no vino. Y si lo hizo fue de forma clandestina: pequeños puestos dispersos por la ciudad, sin ruido ni nueces. Por mi zona no se instalaron yatiris; eran las propias vendedoras las que bendecían las miniaturas sin mucho rito pero con la mejor de las intenciones. Claro, se entiende: había que evitar las aglomeraciones. Y con ese fin la ciudad sacrificó su fiesta más significativa e interesante.
La Alasita es la fiesta de las Illas: espíritu de las semillas de plantas, animales y personas. La semilla que se celebra, se multiplica. Y al multiplicarse las semillas se propician los frutos, se reproducen los animales y florecen las esperanzas de los humanos: Que este año pueda terminar mi casita. Que nadie se enferme en mi familia. Que finalmente pueda casarme. Que mi hija se gradúe. Que mi negocio prospere. Que se resuelva el juicio que tengo pendiente. Que me contraten. Que se concrete el viaje que anhelo. Que no me falte el pan, la salud ni la risa.
¡Cuánta falta nos hace el Ekeko este 2021! Fue un despropósito postergar la fiesta, porque la esperanza siempre se dará modos para mantenernos vivos. La fiesta de la Alasita, que se celebra el 24 de enero al mediodía, se mantuvo a pesar de las ordenanzas. La Feria de Alasitas, que es solo un mercado de artesanías, se postergó hasta cuando la pandemia lo permita.
Algo similar sucederá con el Carnaval, la fiesta de la precosecha, del agua, de las despedidas. Estando el virus al acecho, no podemos celebrar como si no existiera. Pero hay que darnos modos para celebrarlo, porque este es el tiempo en que se agradece a los muertos por haber traído lluvias y se los despacha para que se regresen por donde han venido. Este es el tiempo en que se celebran las sementeras y se advierte a las papas que están todavía bajo tierra: debes crecer grande, fuerte, como un membrillo. Es tiempo de adornar a los animales con cintas de colores, de llenar los techos de flores, de globos y de serpentinas. Tiempo de rociar con azúcar y con semillas doradas las esquinas de las tiendas, de festejar al minibús, al camión y a los bueyes. Son, otra vez, las Illas las que se celebran en febrero: crezcan, florezcan, fructifiquen, reprodúzcanse. Celebramos aquello que nos alimenta y nos sostiene, no importa si es una chacra o una peluquería, una yunta o una computadora. Reafirmamos así la vida que le atribuimos a todo lo que nos rodea. Celebrar el Carnaval es celebrar la vida y su potencial de reproducción y de abundancia. ¡Qué falta nos hace celebrar la vida en este tiempo de muerte y de incertidumbre!
El COVID-19 nos ha quitado los abrazos y los apretones de manos. Nos ha quitado el trabajo, los clientes, los cumpleaños, los teatros, las películas, los conciertos. Nos ha quitado la abundancia, nos ha quitado los planes y, desgraciadamente, nos ha quitado a muchos amigos y parientes. No dejemos que nos quite también la fe en días mejores. No hace falta aglomerarnos para celebrar la vida, para ch’allar nuestras herramientas y nuestras esperanzas. Solo hace falta unas cuantas semillas, unos granos de arroz, unos pétalos de flores en las esquinas de nuestras casas y nuestros negocios. Solo hace falta que el mismo alcohol con el que obsesivamente nos frotamos las manos, lo rociemos a la tierra mientras agradecemos por las lluvias de diciembre y enero, y recomendamos a la muerte que se vaya por donde vino: que deje de llover, que las papas crezcan como membrillos, que vuelvan los clientes y el trabajo, que sanen nuestros enfermos, que se multipliquen las semillas, se propicien los frutos, se reproduzcan los animales y florezcan las esperanzas de los humanos.
Verónica Córdova es cineasta.