La batalla de las narrativas
Las ‘narrativas’ pertenecen a la esfera de la ficción literaria, no a la vida diaria de la gente.
Rashomon de Akira Kurosawa (Japón, 1950) rompe moldes de la narrativa cinematográfica porque presenta tres versiones distintas —tres finales a elegir por el espectador— de una violación y de un asesinato. La película tiene un soporte de guion tan extraordinariamente sólido, que cualquiera de las tres podría asumirse como un final verosímil. No es el caso de la política boliviana en la que domina la tosquedad de unos operadores político mediáticos que para despercudir sus conciencias, machacan con versiones que buscan rebatir la verdad de lo sucedido el 10 de noviembre de 2019.
En esa carrera por buscar la expiación de sus pecados, quienes se aferraban al justificativo del fraude para sacar a Evo Morales del gobierno, la OEA y las investigaciones del Ministerio Público en organismos electorales departamentales, no han permitido una versión con las debidas pruebas que nos informen que el fraude que se habría perpetrado en las elecciones del 20 de octubre le permitió a Evo Morales aparecer con dos, tres o más puntos de los debidos sobre el segundo, Carlos Mesa. No hay nada de eso, a 15 meses de los acontecimientos desatados por las precipitadas y tendenciosas declaraciones del jefe de la misión de observadores del organismo interamericano, Manuel González, que se refirió a un sospechoso cambio de tendencia en los números de la votación, en el momento en que los vocales del Tribunal Supremo Electoral decidieron suspender el conteo rápido no oficial, que derivó en el asalto a las sedes de tribunales departamentales, varios de ellos incendiados, a partir de la instigación del propio Mesa, que nunca admitirá, ya lo sabíamos, que en esa elección perdió, probablemente no por la diferencia necesaria para evitar la segunda vuelta, pero así de claro y terminante: perdió.
No se trata entonces de oponer las narrativas del fraude y del golpe. Se trata de aceptar la verdad histórica a partir de hechos concretos y objetivables, y si hay algo que los viabilizadores del gobierno de transición no podrán rebatir jamás, incluidos los chambones columnistas de la prensa que en ese momento se hizo golpista, es que la Constitución Política del Estado fue violada en sus artículos 169 y 170, lo mismo que el Reglamento de la Cámara de Senadores con la fabricación de una Minuta de Comunicación del Tribunal Constitucional que se pasó por el forro la Carta Magna. En suma, no se trata de narrativas, esto es, de versiones de acuerdo con el color del cristal con que se mire, sino más bien de una serie de acontecimientos que del golpe de Estado nos llevan al gobierno de facto cuando se producen masacres como las de Senkata, Sacaba y El Pedregal; cuando se persigue, encarcela, criminaliza y extorsiona a ciudadanos afines de organizaciones sociales al MAS, cuando se decide utilizar la crisis sanitaria contra la pandemia para policializar y militarizar zonas urbanas y rurales a fin de cazar a “sediciosos”, “terroristas” y “narcotraficantes”.
El fraude no ha sido demostrado, aunque se hayan encontrado hechos irregulares propios de cualquier proceso eleccionario, subrayando, como corresponde, las torpezas irreparables cometidas por el Tribunal Supremo Electoral. Pero de lo que sí hay abundantes pruebas es de la suspensión del Estado de derecho, producto de una sucesión ilegal, encabezada especialmente por el ministro de gobierno, Arturo Murillo, que en lugar de buscar caminos de auténtica pacificación, adoptó el matonaje político como sello gubernamental de la decorativa presidenta Áñez, en su doble condición de presidenta y candidata, razón por la cual el edificio de la derecha se vino abajo en un abrir y cerrar de ojos con el propio Mesa afirmando que la habilitación de Jeanine para la carrera electoral, daba lugar a pensar que efectivamente se habría tratado de un golpe de Estado. Sería bueno para el dos veces derrotado candidato de Comunidad Ciudadana que lograra ponerse de acuerdo consigo mismo.
Las “narrativas” pertenecen a la esfera de la ficción literaria, no a la de la vida diaria de la gente, pero como se impone la tendencia de ponerles nombres pretendidamente sofisticados a las cosas en tiempos de posverdad, resurge la conocida tropa de agentes mediáticos en el propósito de marear la perdiz. No hay narrativa del fraude, ni fraude. No hay narrativa del golpe, y sí un golpe de Estado comprobable que hizo de Bolivia, para decirlo condescendientemente, como lo afirmara The Economist, una democracia “híbrida”, con solamente la Asamblea Legislativa Plurinacional como bastión institucional de la resistencia popular que logró, con movilizaciones y bloqueos, la realización de nuevos comicios para el 18 de octubre de 2020.
Julio Peñaloza Bretel es periodista.