En los pasados 12 meses han ocurrido varios acontecimientos indicativos del rumbo que adoptará la paulatina recomposición del orden internacional, incluyendo por supuesto en fechas más recientes el relevo de Donald Trump por Joe Biden, que ya ha revertido gran parte de las medidas proteccionistas implantadas por su antecesor. En lo que atañe a la pugna hegemónica entre Estados Unidos y China, está claro que habrá cambios en cuanto al estilo de la rivalidad, pero ninguno en lo que se refiere a los contenidos fundamentales de la misma. En todo caso, de la pandemia del COVID-19 Estados Unidos ha quedado hasta ahora más debilitado y China más fortalecida.

En términos de desempeño económico conviene tomar muy en cuenta que los planes de la China establecen la meta de duplicar el producto por habitante hasta 2030, lo que equivale a crear en ese lapso una segunda economía china del mismo tamaño de la actual. Forman parte de ese formidable esfuerzo la suscripción del tratado comercial de Asociación Regional Integral y Económica (RCEP), suscrito entre China y 14 países de la región Asia-Pacífico, que suman más de 2.200 millones de personas, representan cerca de un tercio de la economía mundial y constituyen la región de mayor crecimiento sostenido del mundo. Y así también la firma con la Unión Europea del Acuerdo Comprensivo de Inversiones (CAI, por sus siglas en inglés), mediante el cual la China se convierte en el principal socio comercial de la Unión Europea. Dicho acuerdo abre la oportunidad para enormes inversiones relevantes de Europa en el creciente mercado de la China, sin la amenaza de sanciones y represalias por parte de los Estados Unidos. De esta manera, la Unión Europea pone además en práctica efectiva la “autonomía estratégica” con la que decidió responder a las condicionalidades impuestas por Trump.

En cuanto a los Estados Unidos, ya se ha decidido el retorno de ese país a la Organización Mundial de la Salud (OMS), al acuerdo de París sobre cambio climático y a la Organización Mundial del Comercio. Es probable además que se retomen también las iniciativas de tratados anteriores en el Atlántico Norte con la Unión Europea y en el Pacífico, con exclusión de la China.

De esta manera, se van armando las bases contractuales de un nuevo orden mundial compuesto por grandes bloques geopolíticos, distinto del que prevaleció en los períodos primero de la Guerra Fría y luego de la globalización impulsada por el sistema financiero transnacional y por los monopolios tecnológicos globales. Todo lo cual fue puesto en jaque durante 2020 por la pandemia del COVID-19.

América Latina queda muy mal parada en el contexto mencionado. Como consecuencia de su división política interna, la región latinoamericana como tal permanece eclipsada de los principales acuerdos y foros internacionales, además de que es hasta ahora la región a la que más daños ha infligido el COVID-19. Dos son las explicaciones de esta situación. En primer lugar, la combinación de sistemas de salud frágiles, baja calidad institucional y altos niveles de desigualdad; y en segundo lugar, cinco años anteriores de crecimiento por debajo de los promedios de décadas anteriores. No es de extrañar por tanto que en 2020 se registre una caída de 8% del PIB, un nivel de desempleo de 14% y un aumento de la pobreza hasta cerca de 230 millones de personas.

Para atender la crisis sanitaria y la recesión económica, se requieren montos de financiamiento de una magnitud inédita, y eso es más probable de obtener con negociaciones colectivas. Podría ser el comienzo de una recuperación paulatina de la presencia autónoma de América Latina en el ámbito internacional. Bastaría despolitizar la integración regional y adoptar un conjunto de novedosas iniciativas a geometría variable.

Horst Grebe es economista