Los muertos de la fecundidad
El mecanismo de la memoria nos permite reproducir cómo era la vida y, sobre todo, cómo era el Anata Carnaval.
Sin duda, la pandemia ha trastornado los tiempos de consagración de la vida por el miedo y la incertidumbre. La autodefensa del espíritu apela a la memoria para reforzar nuestro sentido vital y sopesar la precariedad de todo lo que parece caerá sin remedio.
El mecanismo de la memoria nos permite reproducir cómo era la vida y, sobre todo, cómo era el Anata Carnaval. Para ello recurrí a una fotografía donde están mis abuelos y parte de mi familia; en el centro mi abuelo, excombatiente de la Guerra del Chaco y antiguo miembro de la Federación Obrera Local (FOL) de tendencia anarquista y la matriarca, mi abuela, protegiendo entre sus polleras a mi hermano mayor, a su lado mi tío menor, vestido con pantalones cortos y traje. Nosotros todavía no existíamos, pero unas décadas después seríamos testigos de los espléndidos festejos de Carnaval que estaban al comando de mis abuelos, emigrantes rurales de Oruro y Cochabamba que cargaron sus ethos, para armonizar lo ancestral del Anata con el Carnaval occidental.
Los preparativos empezaban el día de Todos Santos, en noviembre, así entendimos que la rememoración de nuestros muertos olvidados y recordados tiene que ver estrechamente con el Anata, el tiempo de jugar, del cuerpo y la fecundidad; por eso la adaptación del pulichinela o pierrot convertido en pepino se entierra en el cementerio y se lo revive en el mismo lugar, para significar el ciclo agrícola vital de la reproducción: muerte y vida, semilla y cosecha.
En la ciudad, el Carnaval empezaba viernes, todos los empleados del comercio y públicos cha’llaban sus oficinas; el sábado sucedía lo mismo en los talleres artesanales y en los barrios con emigrantes rurales, estos recorrían las calles con sus tropas munidas de tarkas y moxeños, instrumentos exclusivos de esas fechas porque “sus melodías son alegres y sus timbres ayudan a que las plantas florezcan y den sus frutos”, explicaba mi abuela.
El domingo ingresaba el corso infantil y al mediodía, taypi, centro que divide el día y la noche, se concentraba la multitud festejante en la ex Estación Central para la Entrada de Carnaval. Esta bajaba hasta el centro mismo de la ciudad y se expandía por todos sus alrededores. La clase media y alta entraba en carros alegóricos, adornados profusamente y con atuendos lujosos, las clases populares con vestimenta autóctona para la ocasión, adornadas con flores, duraznos, lúcumas, choclos, repartiendo entre la gente, para rememorar la reciprocidad de los frutos que brinda la Pachamama. Las tropas de pepinos eran enormes y no requeríamos de mucho dinero para incorporarnos a esa ola de alegría; los jóvenes de los barrios populares eran fervientes militantes de esas acciones, sobre todo durante la adolescencia, pero no entendíamos el sustrato profundo de lo que se vivía. Lunes del Jisk’a Anata Carnaval derrochábamos el agua, jugábamos hasta horas de la noche, luego se prohibió y esta forma de cha’llarse entre humanos se acabó.
El martes era el jacha anata uru, el gran día de celebración, donde todo está vivo, desde las herramientas, las casas que tienen su lugar hembra y macho, adornadas con flores, regadas de alcohol, agua y cereales dorados y plateados que simbolizan la luna hembra y el sol macho; el confite y las mixturas para que la Pachamama siempre nos dé abundancia de vida. Esos momentos están sedimentados en el comportamiento de muchos pobladores de Chukiyayu marka, la ciudad india que comparte con todos.
El miércoles, temprano, algunos carnavaleros iban a misa y llegaban con su cruz de ceniza en la frente; luego, inmediatamente, a desplazarse a la zona Sur para el día de campo, a comer comunitariamente, con las manos sin gel ni guantes, el apthapi. Los mayores libaban con cóctel de tumbo (mi favorito porque hice mi primera incursión festiva con este perfumado elixir) y adultos y niños bailaban hasta retornar a la casa y seguir la fiesta. Era fiesta total porque los menores nos quedábamos con los cambios de dinero que el abuelo, frenético como colibrí, se olvidaba.
El sábado y domingo de tentación, en la zona del Cementerio, era —en la ciudad— el remate con los chu’tas. En el área rural, la consagración a la vida y la fecundidad continuaba…
Édgar Arandia Quiroga es artista y antropólogo.