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Acá no hay blancos

¿Cómo hablar sobre racismo en Bolivia sin herir algunas sensibilidades? Creo que no es posible. Es un problema que atraviesa a nuestra sociedad hasta la médula, un elemento constitutivo de lo que es la bolivianidad, derivado de los múltiples traumas provocados por la colonialidad de nuestros orígenes republicanos. No obstante, creo que su discusión resulta más incómoda para aquellos que intentan disfrazarlo que para aquellos que se proponen desenmascararlo. En Bolivia hay racismo porque hay racistas, no hay donde perderse.

Cuando el actual presidente del Comité Cívico Pro Santa Cruz, Rómulo Calvo, calificaba como bestias humanas a las personas que protestaban a lo largo y ancho del país en contra de las pretensiones prorroguistas del gobierno de Áñez, lo hacía desde una lógica señorial que implícitamente se percibía a sí misma como blanca, no india y occidental. De la misma forma que los dos jóvenes que, en indisimulado acto de desprecio hacia los pueblos indígenas de Bolivia, quitaron la bandera wiphala de un espacio público en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, arguyendo haber desconocido que se trataba de un símbolo patrio para justificar su acto de vandalismo, todavía no sancionado hasta donde sé.

En ambos casos, se trataba de un acto de negación de la identidad indígena como otredad, e incluso como una negación de la identidad propia: del yo. Algo que resulta bastante curioso en un país reconocido mundialmente como uno de mayoritaria población indígena. Se puede decir que, virtualmente, no existe un boliviano que pueda considerarse plena o completamente blanco, genealógicamente hablando. No obstante, la irrupción “pitita” de noviembre de 2019 ha abierto la caja de Pandora, y no son pocas las manifestaciones de racismo que se han dado desde entonces.

Pero ahí reside, justamente, la raíz de este problema: en la categoría de blanco, que a estas alturas de la historia universal puede querer decir cualquier cosa, siendo mucho más ambigua en el caso de nuestro país. Si hay algo ajeno, impertinente, no válido, para una realidad como la nuestra es justamente la autoidentificación que alguien pueda tener con la idea de blanquitud. Por otro lado, no hay nada más propio, más esencial, más original que la categoría de indio, que seguramente tiene más asidero histórico y cultural que incluso la de mestizo.

Tal vez la mejor forma de abordar el problema del racismo en Bolivia, al menos en un principio, es apreciar su paradójica naturaleza, pues es una ideología persistente en el más indígena de los países de nuestro continente. Algo que incluso la izquierda tradicional no pudo reconocer durante mucho tiempo, adoptando posiciones paternalistas que a fin de cuentas solo reforzaban la inferiorización de unos bolivianos a quienes pretendían defender frente a otros a partir de los hechos más fortuitos, como el apellido, la casualidad de haber accedido a cierto tipo de educación, o haber nacido en determinado lugar. La película La nación clandestina, de Jorge Sanjinés, es, como me dijo un amigo, una tesis audiovisual al respecto.

De esto me hizo dar cuenta mi pareja. Le llamaba la atención que hablara sobre racismo como alguien ajeno al problema, como si yo no considerara lo indígena como algo ajeno. “No eres blanco”, me aclaró. “Acá no hay blancos, zurdito”.

   Carlos Moldiz es politólogo.