Noticias de un secuestro
Primero circuló en redes sociales, luego intervino la Defensoría del Pueblo y después fue titular en todos los noticieros. Una clínica privada en La Paz, al estar prohibido y ser peligroso retener el cuerpo de un paciente fallecido, optó por secuestrar al hijo del paciente y retenerlo sin alimento ni cobijo hasta que la familia pague sus servicios.
Este secuestro no es tan inusual como parece a primera vista. Quizá es solamente más descarado. En el contexto de la pandemia se han dado decenas de casos parecidos: familias que han tenido que empeñar los títulos de propiedad o rematar sus bienes, que han visto a sus parientes maltratados o negados de auxilio por tener deudas con el establecimiento, familias que han sentido su duelo redoblado por la crueldad de las cuentas, que han tenido que elegir entre la vida del padre o la vivienda para los hijos.
Incluso antes de la pandemia, el sistema de salud privado ha sido despiadado con las familias de los enfermos. Hay tantos casos de ancianos a quienes se alarga inútilmente el sufrimiento mientras se acumulan las facturas por internación, servicios y medicamentos. Hay tantos médicos que se niegan a ser claros y honestos, y siguen proponiendo opciones descabelladas ante familiares dispuestos a cualquier cosa con tal de no asumir la dolorosa realidad: todos morimos en algún momento. Y cuando un hijo o hermana encuentra el valor necesario para decidir suspender la atención o trasladar al paciente, no faltan doctores, enfermeras y administrativos que, para deslindar responsabilidad, veladamente lo acusan de provocar la muerte de su ser querido.
Ante la enfermedad y el dolor, nuestra reacción inmediata es buscar ayuda médica. Por eso es tan doloroso que condicionen la ayuda al tamaño de la billetera, que nos cierren las puertas de los hospitales en la cara, que dejen a los enfermos morir en la calle o en los pasillos, esperando una atención que no llega. Durante las primeras semanas del COVID muchos murieron así: víctimas de la improvisación, de la carencia de espacio, del miedo o de la indolencia. Luego muchos aprendimos que es mejor no ir al hospital, que es mejor curarse o morir en casa, rodeado de quienes nos aman. En el momento más crítico, en su prueba de fuego, el sector de salud no estuvo a la altura. Puede haber sido por la legendaria falta de recursos, por la precaria infraestructura, por la escasez de personal, por el humano temor y espíritu de autopreservación de quienes trabajan en hospitales y clínicas. Pueden haber razones atendibles y lógicas. Pueden haber también (que las hay) heroicas excepciones. Pero el hecho sigue ahí: la gente no confía en los médicos ni en los hospitales públicos. Asume que no tienen espacio para recibirlos y que, de encontrar una cama o una unidad de terapia intensiva, ir a parar allí es morir irremediablemente, con el agravante de la soledad y el maltrato.
Y ahora, con el inhumano paro que han propiciado con el único fin de preservar sus intereses más mezquinos, el sector de salud no ha hecho más que terminar de romper el importante vínculo con aquellos a quienes se deben: los pacientes. Todo sector tiene derecho a defender sus intereses sectoriales, pero no durante una emergencia. Hacer huelga durante una pandemia equivale a tomar de rehén a los más vulnerables, para lograr unas prebendas miserables: que no me toquen mi derecho a lucrar con el dolor ajeno, que no contraten a otros profesionales que me hagan competencia, que no me impidan secuestrar enfermos para preservar mis privilegios. Esas tres son, en esencia, las demandas que justifican el paro. Y serán tres manchas indelebles en las batas blancas del sector médico.
Verónica Córdova es cineasta.