La rebelión de los viejos
La pandemia que azota al mundo, aparte de los estragos causados por el COVID-19, ha precipitado el reflote de la discriminación latente contra la gente de la tercera edad que fue la primera víctima de ese flagelo, apenas detectado primero en Italia y en España, donde los hospitales, rebasados en su capacidad, algunas veces se veían forzados a seleccionar a los pacientes que acudían a sus servicios de emergencia. La prioridad era, obviamente para los más jóvenes, por cuanto se sostenía que el pronóstico de remisión era improbable en los septuagenarios, y con mayor razón en los octogenarios. Esa lógica prevaleció en los asilos y residencias para ancianos que morían diariamente por centenas, solitarios, debido a las restricciones impuestas por los confinamientos, que les privaban, además, de recibir a sus familiares más cercanos. Esos episodios fueron la chispa que provocó el incendio por los derechos de la ancianidad, objetando el concepto sociológico del edadismo que podría definirse como la segregación en detrimento de las personas viejas. El edadismo es la tendencia de juzgar a un individuo por su edad (sea por viejo o por joven) evitando considerarlo apto para una actividad, un servicio, la función pública o la prestación social, desechando a priori siquiera considerar sus aptitudes o sus aspiraciones. La socióloga francesa Juliette Rennes se ha ocupado de estudiar en profundidad este fenómeno de la sociedad moderna que percibe a la ancianidad como una carga pesada sobre las nuevas generaciones, particularmente en los países desarrollados, donde miles de abuelos y abuelas son depositados por sus descendientes en asilos, cual trastos en desuso. El advenimiento de las vacunas contra el COVID-19 y la prioridad debido a su vulnerabilidad para los ancianos compensa en algún grado el desprecio que significa aislarlos durante el confinamiento.
Como muchas expresiones de protesta identitaria, de reclamos para un trato igualitario para minorías marginadas como los LGBTQ, las feministas, las #MeToo o Black Lives Matter (las vidas negras también cuentan) tienen origen en los Estados Unidos y se expanden a Europa y otras partes del mundo. Allí también surgió en la década de los 70 el grupo Grey Panters (panteras grises) que representaban a las mujeres viejas, primordialmente negras como víctimas propiciatorias del maltrato social.
Esa iniciativa de protesta colectiva de los viejos se está difundiendo velozmente bajo el principio de que la vida tiene igual valor en todas las edades y que, además no solo se trata de sobrevivencia sino del goce pleno de la vida, especialmente ahora que como efecto de la crisis los despidos laborales y/o las jubilaciones forzosas suman y siguen para los mayores de 50 años.
En efecto, sostiene la experta Juliette Rennes, el envejecimiento no se trata solo de la degradación corporal sino también del relegamiento social que asocia a esa etapa vital, la inactividad, la improductividad, la inutilidad y la obsolescencia, lo cual no es enteramente cierto, por citar solo dos ejemplos en Francia, tanto el filósofo Edgar Morin como el exdirector gde la Unesco Amadou Mahtar M’Bow hoy ostentan 100 años de edad, y siguen siendo tan fecundos intelectualmente como en sus épocas mozas, publicando libros y contribuyendo con sus ideas y sabias críticas al avance cultural universal.
Las circunstancias arriba anotadas son la base de la aparición de colectivos de la senectud segregada que se abren paso en el laberinto del tejido social para hacer valer sus derechos en aquella etapa terminal de la vida donde su sola esperanza es la celestial eternidad.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia.