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Crimen y castigo

Cada día veo la cárcel de mujeres de Miraflores prácticamente desde mi ventana. Algunas tardes se escucha a las presas jugar a la pelota. Durante los días aciagos de la cuarentena, hubo veces en que las mujeres presas gritaron y pidieron que las tomen en cuenta, que les hagan pruebas, que les proporcionen medios para cuidarse de la pandemia. Alguna vez entrevisté allí a una persona que había caído presa y pude sentir en mi propia piel la incertidumbre y la desolación que trashuman esas paredes, pero a la vez atestiguar una solidaridad y resiliencia que no deja de estremecer a quien recorre sus estrechos vericuetos y mira sus ropas multicolores colgadas a secar entre los barrotes.

La cárcel es, siempre, una forma de tortura. Como decía Foucault, toda prisión es una forma de ejercer un poder disciplinario sobre la sociedad, pues se trata de controlar las conductas sociales fuera de la cárcel, a través del miedo a caer en ella. Por eso, es importante que la prisión sea terrible. Que lo digan los miles de presos que están ahí sin sentencia y sin esperanza, sin dinero y sin justicia.

Cada semana veo desde mi ventana a Doña Julia: una anciana que deambula por Miraflores vendiendo matico, manzanilla y eucalipto. Su hijo menor, un joven de 20 años, estuvo preso en la cárcel de San Pedro. No le pregunté qué crimen cometió (si acaso alguno), porque al final no importaba. Lo que importaban eran las lágrimas de Doña Julia, tratando de vender cada día lo suficiente para comprar un mínimo de seguridad para su hijo preso. Importaba que cada viernes debía pagar para que él tenga un rincón en el piso para extender el cartón sobre el que duerme. Importaba la angustia de Doña Julia cuando miraba las nubes negras en el cielo y sabía que su hijo no tenía un plástico ni un techo para protegerse de la lluvia. Importaba que un día enfermó y languideció durante días, sin que su madre pudiera concebir siquiera la posibilidad de sacarlo de allí para que lo vea un médico. Se lo entregaron muerto. Y doña Julia siguió mendigando en las calles de Miraflores por unos centavos para poder enterrarlo. Cuántas veces habrá pasado Doña Julia por la puerta de la cárcel de mujeres, donde la señora Jeanine Áñez dice ser torturada porque no le dejan internarse en una clínica privada para curar su presión alta.

Creo firmemente que toda cárcel es una forma de tortura, y ojalá existiera otra forma menos violenta de hacer justicia. Pero la tortura no es igual para quienes deben comer el magro prediario que se les reparte en horarios fijos, que para quienes reciben cada día comida especial que les traen sus hijos, no importa si es una hamburguesa Burger King o unas lechuguitas. No es igual estar presa con abogados, medios de comunicación y homilías a tu disposición, defendiéndote y justificando tus crímenes, que ser una presa olvidada y sin recursos, inventando apenas una forma nueva de alimentar a tus hijos, presos junto contigo.

Dice Doña Jeanine que ella es inocente. Que se lo diga a los centenares de hombres, mujeres e incluso niños que fueron apresados en su nombre y bajo sus órdenes, por “crímenes” tan terribles como escribir en una red social, como salir a protestar, como estar en la calle durante la cuarentena. Dice la señora Áñez que está siendo maltratada, cuando se la está tratando con una consideración y cuidado que ya quisiera tener cualquier persona que cae presa. Lo pueden atestiguar Doña Julia, su hijo muerto y cada una de las presas de Miraflores —con quienes Doña Jeanine no ha intercambiado una sola mirada, ni ha compartido una sola comida o un solo juego de pelota.

 Verónica Córdova es cineasta.