Icono del sitio La Razón

El peligro de vivir siendo mujer

    En homenaje al valor de Icla Kahlo

Leemos sobre un nuevo feminicidio en Bolivia. Se trata de una violación grupal seguida de muerte de una joven orureña. Lo que estremece de este caso es que, según el reporte policial, los agresores capturaron imágenes del abuso sexual que cometieron y lo publicaron en el estado de WhatsApp de la víctima. ¿Qué puede provocar esos rasgos de crueldad? Trataremos de comprender lo que Rita Segato denomina la elocuencia del poder.

Y es que el tema de la violencia física con rasgos de crueldad contra las mujeres y niñas es mucho más complejo de lo que sugieren las hipótesis que consideran que es el resultado de la pobreza, la ignorancia, la enfermedad mental, el alcohol o la religión.

La crueldad ejercida en el cuerpo de las mujeres tiene la intención expresiva del castigo ejemplarizador que dialoga con los otros hombres. Lo que se exhibe y, más que se exhibe, se espectaculariza, es una masculinidad capaz de desplegar su soberanía irrestricta sobre los cuerpos de todas las mujeres. ¿La intención? Extender una amenaza dirigida a cualquier intención de desobediencia, de autonomía o ejercicio de libertad que implique el abandono de las mujeres del polo de la pasividad.

Sostiene Segato que, en principio, toda sociedad manifiesta algún tipo de mística femenina de culto a lo materno o a lo femenino virginal de modo que cualquier ruptura de ese orden estatuido opera como amenaza a la integridad masculina. De allí los “crímenes de honor” desplegados por una supuesta inmoralidad de las mujeres.

Y es que el poder que tiene una mujer para controlar su propio cuerpo está relacionado con el control que tiene en todos los ámbitos de su vida y por ello genera espanto. Controlar nuestro cuerpo implica imaginar un futuro y tomar decisiones para alcanzarlo. Por eso, es en ese territorio/cuerpo donde se despliegan las batallas más crueles del patriarcado.

A pesar de que desde ya varias décadas hemos concretado nuestro ingreso masivo a las actividades económicas remuneradas y la representación política, muchas todavía no tenemos opción de elegir si tenemos o no relaciones sexuales con nuestras parejas, ni usar anticonceptivos o incluso la libertad de buscar atención médica.

Y esa lucha se extiende a nuestros cuerpos cotidianamente con la prerrogativa que puede ejercer cualquier hombre —en la calle siendo un extraño, o en nuestra propia casa— de “poner en su lugar” a una mujer. Ese lugar es el de un cuerpo disciplinado, asustado, sumiso, o en su defecto, muerto. La más brutal expresión de la negación de la libre decisión sobre nuestros cuerpos es la prohibición estatal del derecho al aborto, escatimándonos el control sobre nuestra vida.

Y es ese el orden social de dominio patriarcal que reclama un feminicida como Marcelino Martínez, quien apuñaló a su expareja en la puerta de un supermercado; o los violadores de mi amiga Icla Kahlo, que no pudieron soportar su libertad y su entereza. Y es que los cambios provocan que algunos hombres vean incumplidas sus expectativas de reconocimiento y privilegio, sintiendo socavadas las bases de la hegemonía masculina. Desilusionados del reparto de beneficios, la ilusión de disciplinar a las mujeres “rebeldes” parece llevarlos a recuperar algo de su estatus perdido. Por ello muestran un especial ensañamiento contra sus víctimas, que nace del rencor contra “esa” mujer concreta, pero que representa el colectivo sobre el que quiere cobrar venganza por provocar su desplazamiento y exclusión.

El mensaje de la violencia pública contra el cuerpo de las mujeres es claro, sostiene Paula Sosa y María Luisa Femenías: “escriben con sangre un mensaje: volveremos a ser quien mande, aunque para ello debamos incrementar la crueldad, apropiándonos del cuerpo de las mujeres e inscribiendo en ellos nuestro poder y dominio”.

 Lourdes Montero es cientista social.