Soberanía, entre ellos y nosotros
Cuando era universitario un docente me recomendó un libro de Joseph Colomer titulado Grandes Imperios, pequeñas naciones: el futuro incierto del Estado soberano. Su premisa era que, dadas las condiciones actuales de la humanidad, “una pequeña comunidad autogobernada hoy es posible sin un ejército, fronteras o aduanas, es decir, sin un Estado soberano”.
En su visión, dichas sociedades pueden ser prósperas y democráticas con solo ponerse del lado bueno de grandes imperios económicos y demográficos que garanticen mercados y recomendaciones políticas para organizar el poder dentro de su territorio, convirtiéndolas en una suerte de satélites tutelados por potencias bienintencionadas. En otras palabras: sumisión.
Pero la propuesta de Colomer, que no ignora los intereses geopolíticos de su país, parte de un mito: el del liderazgo estadounidense llamado a extender la democracia y su “mejor” forma de vida a todos los rincones del mundo ¡Destino Manifiesto! Habría que preguntarle qué tan buena es la vida para la población negra en Estados Unidos a un familiar de George Floyd, o recordar las dictaduras militares avaladas por la Casa Blanca y su misión civilizadora que desolaron nuestro continente en los años 70.
Por otro lado, una parte de la academia latinoamericana, cuyos méritos suelen ser subvalorados por evidentes prejuicios coloniales de nuestros “intelectuales”, llegó a la conclusión, durante los años 50, de que el atraso económico y el subdesarrollo de nuestros países no eran fruto de alguna incapacidad nuestra, sino una consecuencia inevitable del capitalismo global, que divide el mundo entre Estados centrales industrializados, ricos y poderosos versus Estados periféricos productores de materias primas o productos con poco valor agregado, pobres y dependientes.
Dicha tesis de la Teoría de la Dependencia no parte de una apreciación personal, como la de Colomer, sino de la recopilación y el análisis de datos socioeconómicos y comerciales de largo plazo. Es decir, es científica y demuestra que la dependencia económica, tecnológica, cultural y política de nuestro hemisferio está directamente relacionada con el desarrollo y la supremacía de los países industrializados.
Esto lleva a Teodonio Dos Santos a decir, en su libro Teoría de la Dependencia: balances y perspectivas, que “América Latina, a pesar de ser una zona de Estados independientes desde el siglo XIX, se siente identificada con las aspiraciones de independencia política y sobre todo económica de los antiguos pueblos coloniales. Desea, además de una independencia política real frente a las presiones diplomáticas e intervenciones políticas y militares directas de Inglaterra (…) y de los EEUU después de la Segunda Guerra, una independencia económica que viabilice sus Estados nacionales, su desarrollo y su bienestar”.
Lo que significa que, para pesar de Colomer, la soberanía política no es una cualidad accesoria ni un obstáculo para nuestro desarrollo, sino más bien una condición para el bienestar económico y social de los países de Nuestra América. La reafirmación de esta cualidad, que es también un principio fundamental de las relaciones internacionales, es tal vez uno de los logros más importantes que se alcanzaron entre 2006 y 2019, y también uno de los primeros que el gobierno ilegítimo e ilegal de Áñez lanzó por la borda.
Se podría decir entonces que, en Bolivia, solo hay dos tipos de personas: aquellas que creen en la soberanía como requisito existencial y aquellas que están dispuestas a venderla a cambio de unas cuantas semillas.
Carlos Moldiz es politólogo.