Napoleón: 200 años después
El 5 de mayo pasado se conmemoró el bicentenario de la muerte del genial militar y estadista Napoleón Bonaparte, cuya figura continúa siendo controversial. El debate se reavivó cuando en su discurso central el presidente Emmanuel Macron manifestó: “Napoleón es una parte de todos nosotros”, encendiendo la chispa para objeciones que provienen de historiadores revisionistas, cuyas poses humanistas observan el estilo autocrático del general y sus victorias bélicas que sojuzgaron gran parte de Europa, encima de millones de muertos. También las colectividades de afrodescendientes protestan que se rinda pleitesía a quien, por ley de 20 de mayo de 1802, restableció la esclavitud en las colonias francesas. Paralelamente, feministas exaltadas evocan ciertas posiciones misóginas del emperador que en el Código Civil de 1804 confinaba a la mujer a someterse a la tutela del marido o del padre, inferioridad legal que persistió hasta 1970, cuando se reformó la medida. Después del desastre en Waterloo, Napoleón murió, a sus 51 años, desterrado en la isla británica de Santa Helena, presumiblemente víctima de un cáncer estomacal, aunque la autopsia detectó restos de arsénico en sus cabellos, lo cual podría ser indicio de envenenamiento. En el informe, su médico personal, Dr. Francesco Antommarchi, certifica que del cadáver se extrajeron el corazón, el hígado, el estómago y el miembro viril, confiado este último a la custodia del abate Anges Paul Vignali. Así comienza el curioso periplo de aquella reliquia subastada, vendida y revendida hasta que llegó a manos del famoso urólogocoleccionista Dr. Latimmer, quien la legó a su hija Evan, que rechazó venderla, por $us 100.000 ofrecidos en 2007 por una casa de remates de New Jersey. Irónicamente, asombra que desde 1821, cuando la descripción forense estableció que ese falo medía solo 3 centímetros, los morbosos enemigos de Napoleón usaron esa desventaja fisiológica para asociarla a las revelaciones de su mayordomo que delató que el emperador, abrumado de trabajo, disponía de poco tiempo (3 minutos) para aliviar sus urgencias sexuales, al extremo de cumplir — a veces— aquel reconfortante ritual con las botas puestas, para volver súbitamente a su despacho, contiguo a la recámara nupcial. Se calcula que a través de los años Bonaparte dispuso de un batallón de 60 amantes ocasionales que aguantaron —en el lecho— su veloz potencia de fuego. No obstante, la disimilitud de aquellas facciones protestatarias, el legado bonapartista rige hasta hoy en las instituciones francesas como base del ordenamiento legal, la cartografía territorial, el organigrama del Estado, la instauración de la Legión de Honor, entre otras.
Testimonios de la gloria imperial subsisten en los soberbios salones de Versalles o del Museo del Louvre cuyos muros están adornados con los monumentales cuadros de David celebrando las grandes victorias del legendario guerrero. Y, en París, se levanta el Arco del Triunfo, ombligo de la Plaza de L’Etoile (estrella) donde en sus pilares de soporte están grabados los nombres de las batallas notables y la nómina de los más fogueados generales que escoltaron al magnífico corso.
Hace algunos años dediqué una semana completa para visitar la Isla de Elba, primer destino del exilio donde Napoleón vivió varios meses. Recorrí su capital Portoferraio, imaginando cómo desde allí planificó su atrevido retorno a tierra continental para ejercer los famosos 100 días de su efímero gobierno, última hazaña hasta su derrota en Waterloo.
Se estima que se han escrito 110.000 libros sobre su vida y obra y existen bien logrados retratos del emperador popularizando su perfil ventrudo, la mano derecha escondida en la casaca, su bicornio negro, sus botas altas y su rostro enérgico, de pie en sus 168 centímetros de estatura, o bien galopando en su caballo blanco.
Mientras tanto, año preeleccionario en Francia, se dice que Macron rima con Napoleón.
Carlos Antonio Carrasco es doctor en Ciencias Políticas y miembro de la Academia de Ciencias de Ultramar de Francia