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La búsqueda del poder

/ 17 de mayo de 2021 / 01:03

Corría 1918 y la casa editora Talleres Gráficos “La Prensa” del recordado dirigente gráfico y polemista boliviano Don José Calderón, puso en circulación un libro de historia que era muy peculiar, pues trataba de describir, de una forma por demás detallada, un fenómeno muy boliviano: la revolución, el golpe, la asunción al poder y para ser más precisos, en cuanto a la exactitud del término, habría que remitirse a otra obra que se publicó en 1983 con el título Teoría del Motín y las Sediciones en Bolivia, bajo el sello editorial de “Los Amigos del libro” y cuya autoría pertenece a René Canelas López, en ella se ocupaba de establecer una clara distinción entre una palabra y la otra, para de este modo podar esa maleza semántica que el lenguaje político sembró en el imaginario popular.

“Para este estudio debemos esbozar ciertos marcos conceptuales que responden a hechos, situaciones y procesos sociales recogidos del acontecer histórico de nuestro país”, afirma el señor Canelas y seguidamente separa y caracteriza seis instancias que desestabilizan gobiernos, aquí solo vamos a citarlas: revolución, motín o sedición, conmoción, golpe de Estado, asonada y conato.

Si bien se ha exagerado en el ámbito internacional acerca del número de revueltas, golpes de Estado y todas sus variantes que acaecieron en Bolivia, situándonos en un récord demencial como el Estado con más presidentes de todo el continente: 200 y más, cuando en los hechos apenas llegamos a 67, si los fanáticos de la estadística echan mano de los últimos acontecimientos que hace muy poco tuvieron en vilo a todo el país, las cifras sin duda crecerán.

Pero volviendo al libro Historia de las Revoluciones de Bolivia editado en 1918, cuyo autor si no lo mencioné, ya es tiempo de hacerlo, se trata de Don Nicanor Aranzaes, notable clérigo y escritor paceño cuya obra es la primera que se ocupa de este tema y no solo en nuestro ámbito. Su libro pionero se adelanta a estudios más densos y trabajados con mayor prolijidad, como el de Michel Ralea, Revolutión et Socialisme (París, 1923) o el de Alfredo Poviña, Sociología de la Revolución (Córdoba, 1933); sin embargo, ninguno cuenta en sus folios con el realismo maravilloso del que habla Alejo Carpentier, como es el caso de la narrativa histórica del canónigo.

En sus páginas relata, por ejemplo, cual pesadilla infernal, una por una, las 25 revoluciones que se produjeron en distintas regiones del país con el objetivo de derrocar al tirano Mariano Melgarejo que gobernó desde el 28 de diciembre de 1864 hasta el 15 de enero de 1871, haciendo un promedio de cuatro revoluciones por año, causando miles de muertos y heridos.

Los periodos presidenciales del mariscal Ballivián, Belzu, Tomás Frías y los más recientes, Hugo Banzer, Luis García Meza, Gonzalo Sánchez de Lozada, Jeanine Áñez, entre otros, no estuvieron exentos de repetirlos como sangrientos levantamientos contra sus respectivos gobiernos. El cronista Aranzaes pone énfasis en algunos caudillos, como es el caso del ya citado Melgarejo y su curioso ascenso al poder, asegurando que en la mañana del 28 de diciembre, éste era solo un soldado en combate (un elemento secundario que gozaba de cierto prestigio por su valor temerario) de una revolución planificada para que asuma el poder el general Adolfo Ballivián, pero por la tarde el esbirro ya era presidente.

Yo prefiero otra versión, la que Arístides Moreno le atribuye al historiador chileno Sotomayor y refiere que el origen de la revolución de 1864 era una broma pactada entre el entonces presidente José María Achá y Mariano Melgarejo, que para divertirse en el día de los inocentes, aburridos el general presidente y su favorito de la modorra pueblerina de Tarata, decían: “Echaremos unos tiros, movilizaremos a la tropa y la población correrá espantada tratando de salvar sus vidas, abandonando sus posesiones. Usted excelencia se ocultará en una celda mientras dure el chascarrillo, en la noche comunicamos al pueblo que todo era una broma de inocentes”, argumentó el futuro Dictador. La madrugada siguiente el general Achá, que marchaba ya al exilio, entendió un poco tarde que el “Tigre de Tarata”, ese que se perfumaba con tabaco y pólvora, no estaba para burlas, ya era el nuevo presidente.

Don Nicanor Aranzaes, allí por la segunda década del siglo XX no imaginó que su obra señera solo iba a ser el aperitivo de un menú de platos muy fuertes, capaces de destrozar el estómago de una ya frágil democracia que hasta el presente no termina de afianzarse, porque revoluciones, motines, conmociones sociales, golpes de Estado, asonadas y conatos son el pan que muerde la historia de Bolivia.

Milton Mendoza M. es abogado y presidente de la Fundación Juntos por los Derechos Humanos.

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Alto el fuego

/ 1 de julio de 2021 / 01:54

El 14 de junio de 1935 a horas 12.00, los ejércitos de Bolivia y Paraguay dejaron de disparar, poniendo de esta manera fin a un conflicto bélico que desangró a dos países vecinos durante tres años. Bolivia movilizó 200.000 hombres, cayeron prisioneros 25.000 y murieron 50.000, este último dato es objeto de controversia a causa de nuevas cifras proporcionadas por el revisionismo histórico. Por su parte, Paraguay movilizó 150.000 hombres, cayeron prisioneros 2.500 y murieron 40.000.

Si bien los conflictos armados que Bolivia tuvo que afrontar a lo largo de su historia significaron grandes pérdidas territoriales y el efecto que tuvieron en los aspectos político, económico y social, no tuvieron la importancia de la Guerra del Chaco, que con creces significó un cambio estructural del Estado.

Por la cantidad de efectivos movilizados, la pérdida nunca antes vista de bolivianos en combate o producto de las enfermedades que traían consigo las condiciones del frente de batalla y, sobre todo, por el encuentro de clases sociales, razas, gente que provenía de distintas regiones del país, con fundada razón se puede decir que las consecuencias de la Guerra del Chaco las podemos apreciar hoy en el tipo de sociedad que tenemos, en la concepción de nuestra historia, en la nueva visión de país que se fue elaborando en la mente de los futuros conductores, apagando el eco del último disparo en las trincheras todavía calientes de ese día.

Fue un viernes 14 de junio de 1935 cuando acatando la ordenanza impartida por el comandante en jefe del Ejército boliviano, Gral. Enrique Peñaranda, a las 12.00 cesaban por completo los fuegos en toda la línea del frente de operaciones. Las tropas de la ofensiva boliviana permanecerían en sus posiciones, en vigilancia, no se admitiría parlamentarios, ni conversación de ningún género con el enemigo. Si individuos aislados o fracciones del enemigo se presentaban armados a menos de 100 metros de la línea boliviana, con cualquier pretexto, se debería romper el alto el fuego.

Entre las 11.30 y las 12.00 de ese día final, debería producirse un hostigamiento general “en todo el frente y con todas las armas”. Durante esa media hora, todos los cañones, morteros, ametralladoras y fusiles dispararon sin interrupción. Las tropas paraguayas, alarmadas ante ese inusitado alarde de hostilidad, respondieron, produciéndose en todo el sector en conflicto, desde el Pilcomayo hasta el Parapetí, el combate más intenso de toda la contienda bélica. En esa media hora el soldado rogó por su vida como nunca lo había hecho y disparó al azar, ya sin ánimo de causar daño; sin embargo, la guerra cobró sus víctimas aun en aquellos postreros minutos, apunta Roberto Querejazu Calvo en su libro Masamaclay.

A pesar de que la tregua fue pactada solo por 10 días y el recelo de los comandos de ambos países de que cualquier forma de confraternización podría dañar la moral de los combatientes, se ordenaba abstenerse de parlamentar con el enemigo. Las ansias de conocer al adversario con el que se había trabado en cruenta lucha, fue mayor que cualquier prohibición y allí en el camino de Villamontes-Boyuibe los oficiales del Regimiento Santa Cruz boliviano y el Toledo paraguayo se confundieron en un apretón de manos, en un abrazo fraterno y así a lo largo de todo el frente los soldados, ya sin distinción de uniformes ni banderas, sobrevivientes del infierno verde, intercambiaron “prendas de ropa, cuchillos, escarapelas y hasta se tomaron fotografías, registros que quedan de la estúpida conflagración”.

En las últimas páginas del libro de Querejazu antes citado, se observa en una fotografía al Gral. Peñaranda, jefe del Ejército boliviano, posando con todas sus condecoraciones, sonriente y portando una fusta, como si la guerra lo hubiera merecido, mientras que a su lado al Gral. Estigarribia, jefe del Ejército paraguayo, se lo ve con un uniforme sencillo y con un semblante que denota tranquilidad. Esto sucedió el 18 de julio de 1935 en el campo de nadie, mientras que Bolivia acababa de perder 240.000 kilómetros cuadrados.

Se ha calificado a la Guerra del Pacífico como injusta, a la Guerra del Acre como la “guerra imposible” por las condiciones de inaccesibilidad para las tropas bolivianas al teatro de operaciones, y sobre la Guerra del Chaco, el escritor y diplomático boliviano Augusto Céspedes dijo que fue una guerra absurda. Dos países hermanos encontrados hostilmente en una cita con su destino.

Milton Mendoza M.es abogado y presidente de la Fundación Juntos por los Derechos Humanos.

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La madre como ficción

/ 31 de mayo de 2021 / 02:24

En nuestro país como en casi todo el planeta, las autoridades han fijado un día al año para rendir homenaje a las madres, a las autoras de epopeya del ser humano. En México, se celebra el 10 de mayo en memoria de un grupo de mujeres que impulsaron el primer programa de planificación en aquella república; España ha consagrado el primer domingo de mayo para tal fin y así en países como Brasil, Chile, Colombia o Estados Unidos se festeja a las nobles progenitoras el segundo domingo del mes, que según algunos expertos en mitología, estaba consagrado en la antigüedad a la diosa Maya, esposa del fiero Vulcano; otra versión adjudica su origen etimológico a la palabra latina majorum que quiere decir “mayores”, es decir, el mes dedicado a los ancianos.

La heroica defensa de una colina inserta en la ciudad de Cochabamba el 27 de mayo de 1812, conocida como La Coronilla, por parte de mujeres y niños ante la ausencia de hombres, casi todos masacrados por el ejército español, fue el motivo para que en 1944 el presidente Gualberto Villarroel emitiera el decreto fijando por primera vez el 27 de mayo como Día de las Madres en la República de Bolivia.

Sin embargo, atendiendo al documentado y esclarecedor ensayo de Fernando Suárez Saavedra (incluido en el libro Mitos expuestos. Leyendas falsas de Bolivia, Cochabamba, 2014), este combate legendario nunca sucedió o por lo menos de la manera como nos lo cuenta la historia oficial.

El origen de esta falsificación se encontraría en el libro Historia de Belgrano publicado en 1876 por Bartolomé Mitre, militar argentino muy ligado a la historia de Bolivia, amigo entrañable del Mariscal Ballivián que fue contratado como instructor de la Academia de Artillería (1846) y es conocido como el autor de la primera novela boliviana escrita en la hacienda del vencedor de Ingavi: Cebollullo, en 1847. Dicho escritor, más dotado para la ficción que para la historia, es el que introdujo el mito en el imaginario popular, sin ningún apoyo documental y a más de 50 años de producido el supuesto combate. Identificando a las valientes mujeres solo como “mujeres de la plebe”, desliza la famosa frase “que si no había en Cochabamba hombres para morir por la patria y defender a la Junta de Buenos Aires, ellas solas saldrían a recibir al enemigo”. A su vez, esta frase tomada por Nataniel Aguirre en su novela Juan de la Rosa nueve años después, tendría tanto éxito como referencia “histórica” que a partir de su publicación, por extraño que parezca, se convirtió en una verdad histórica inexcusable.

Se consultó a nueve historiadores bolivianos anteriores a Mitre y ninguno de ellos menciona la defensa de La Coronilla, exclusivamente por mujeres. Y posteriormente se remite el único documento original y oficial, que no es otra cosa que el informe que expide el comandante José Manuel Goyeneche y Barreda al virrey del Perú José Fernando Abascal, en el cual no se hace ninguna referencia a las mujeres en cuestión.

Consiguientemente se puede sacar en limpio y, en honor a la pura y simple verdad, que el 27 de mayo sí hubo un combate y posterior masacre de patriotas cochabambinos en el montículo de San Sebastián, ejecutados por el ejército español a la cabeza del sanguinario Goyeneche, y que en este magno episodio por la liberación del suelo patrio lucharon hombres, mujeres y niños, y que los míticos personajes como la ciega Manuela Gandarillas y la epónima frase “si no había hombres allí estaban las mujeres”, eran solo producto de la imaginación de Nataniel Aguirre.

Para enredar más las cosas, en 1919, José Macedonio Urquidi publica un libro de culto, Bolivianas Ilustres. Heroínas, escritoras y artistas, un respetable historiador que Suárez Saavedra no incluye en su abundante bibliografía y entre las biografías de Juana Azurduy de Padilla, Vicenta Juaristi Eguino, Úrsula Goyzueta, Mercedes Tapia… Allí aparece nítida y más llena de luz que nunca la biografía de la ciega Gandarillas y se establece que fue hermana del patriota José Domingo Eras y Gandarillas, ejecutado por el coronel hispano Juan de Imas (elogiado en sumo grado en el informe de Goyeneche), en realidad verdugo de ambos hermanos en aquel 27 de mayo.

Y así continua la ficción en insólito maridaje con la historia oficial, como aquel otro episodio citado por Javier Mendoza Pizarro (La mesa coja) que pretendiendo desvirtuar la autenticidad histórica de las firmas en la Proclama de la Junta Tuitiva de la Revolución del 16 de Julio de 1809, le adjudica más bien un origen ficticio debido a la obra de teatro escrita por Félix Reyes Ortiz en 1859: Los Lanzas.

A fin de cuentas, la madre no necesita un día en especial que responda a un heroico episodio, ni un año específico fijado por alguna institución internacional para homenajearla, sino toda una vida para amarla en la memoria agradecida de sus hijos.

Milton Mendoza M. es abogado y presidente de la Fundación Juntos por los Derechos Humanos.

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‘El corazón delator’

No sólo la investigación criminal no funciona, tampoco la  administración de justicia en general

/ 16 de diciembre de 2013 / 08:01

Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. Pero, ¿por qué afirman ustedes que estoy loco? De esa manera comienza el cuento El corazón delator, de Edgar Allan Poe, que refleja un episodio criminal, como el que se suscita en todas partes; un asesinato, la cruenta muerte de un ser humano.

El personaje del cuento se delata a sí mismo al asegurar a los policías que mató al viejo, después de escuchar en sus oídos delirantes el recurrente y estruendoso repiqueteo del latido del corazón de su víctima que yacía muerta y enterrada debajo de las tablas de su habitación. El creía que los policías oían también los latidos del corazón del anciano, y al sentirse descubierto, confiesa el crimen. Muchos asesinatos son descubiertos sólo por la confesión de sus autores, locos que, como todos nosotros, se creen cuerdos; evitando a la Fiscalía y Policía la respectiva investigación de estos hechos, y si acaso no son admitidos, lamentablemente quedan ahí, olvidados y sin sentido de justicia.

¿Por qué no se investigan adecuadamente estos hechos tan graves?, ¿por qué no funciona la criminalística para recoger los denominados “testigos mudos” (rastros, indicios y evidencias)? El Estado, a través de sus instituciones encargadas de la investigación criminal, otorga muy poca, si no ninguna importancia a la criminalística, y esta clase de hechos delictivos se suscitan todos los días. Sin embargo, espantosamente el 80% no son descubiertos, y por tanto no existe sanción para los responsables, que en buen romance se llama “impunidad”, no de ficción gótica como la de Allan Poe, sino real, vigente y palpable. Si quieren ejemplos, lancemos algunos, el asesinato del Sr. Bernard Inch o el de Roxana Ríos Dabdou o de los cientos de anónimos cuyas almas aún penan buscando justicia; y sensiblemente el pequeño porcentaje de éxito resulta gracias al “corazón delator”, es decir, al impulso del autor por reconocer el hecho.

Este es un punto ciertamente negativo de nuestra justicia penal, que desde hace mucho tiempo se encuentra desprestigiada, porque no existe una verdadera investigación criminal. Entonces, tal vez tengamos que utilizar el título del cuento de Edgar Allan Poe, El corazón delator, para reconocer que es tan evidente, sonoro y estruendoso el repique de los latidos de la sensibilidad boliviana respecto a la justicia que ya no aguantamos más, y queremos confesar a todo el mundo que no sólo la investigación criminal no funciona, tampoco la administración de justicia en general, que estamos seguros no variará con la inclusión de los “Nuevos Códigos”, que son frívolos instrumentos que ven los problemas de la justicia desde su periferia y con absoluta demagogia. No cambiará el derecho penal boliviano si no existe una investigación eficiente, creativa y efectiva.

Desde las fibras más íntimas de los bolivianos late un corazón delator que irrumpe y desenmascara a la nueva justicia, teñida de corrupción, mediocridad e ingenuidad para quienes pregonan su cambio.

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