La ruptura de la institucionalidad democrática en Bolivia en 2019 llevó al país a una profunda crisis política, económica y social. Las elecciones presidenciales de octubre de 2020 y las subnacionales de 2021 van cerrando (por ahora) esa crisis, reorganizando el mapa electoral y restituyendo algo esencial para la recuperación democrática: la legitimidad de las autoridades para reconducir el barco del Estado. Sin embargo, la herida no está totalmente cerrada, ni mucho menos cicatrizada.

El gran logro de estos seis meses en términos políticos es la recuperación de la institucionalidad democrática. El error más torpe y miope de la derecha boliviana, luego de arrebatar el poder por asalto en 2019, fue menospreciar la voluntad democrática del pueblo boliviano y autoconvencerse de que eran verdaderos representantes de la mayoría. Y después pasó lo que ya todos saben: acudieron a las urnas y se quedaron lejísimos, incluso de forzar una posible segunda vuelta. El 55% escogió otra alternativa, la misma que ellos habían creído equivocadamente que había desaparecido de la faz de la Tierra tras el golpe de Estado. La mayoría boliviana, una vez más, le dio la espalda al modelo neoliberal.

Tanto Luis Arce hoy, como Evo Morales durante sus mandatos, tienen en la defensa de lo público y la nacionalización su principal conexión con la gente, a pesar de que la presión mediática se esfuerce en mostrarla como una cualidad negativa, sin entender que el sentimiento nacionalizador en el pueblo boliviano es tan ampliamente mayoritario que incluso así lo piensa una gran parte del electorado que votó por Mesa y Camacho. Es un sentido común en Bolivia.

La apuesta por el Estado presente y fuerte es otro rasgo característico del nuevo gobierno de Luis Arce, con gran respaldo ciudadano. Algo similar ocurre con López Obrador en México y Alberto Fernández en Argentina. Hoy en día, según datos arrojados por las encuestas del CELAG, son Arce, López Obrador y Fernández, tres de los presidentes mejor valorados por su pueblo en la región latinoamericana.

¿Y cuál es el rol de la oposición boliviana en este escenario? Lo primero es asumir que no existe ningún opositor con proyección nacional; no existe otra fuerza o estructura política que tenga carácter nacional, además del MAS.

Por ejemplo, Luis Fernando Camacho, con una imagen relativamente baja (29%), marca una extremada diferencia según la zona geográfica. En La Paz, su imagen negativa es de 85%, mientras que en Santa Cruz su imagen positiva asciende a algo más del 50%. Dicho de otro modo: fuera de Santa Cruz no hay espacio para su radicalidad.

La oposición, fragmentada y variopinta tiene dos caminos: trabajar conjuntamente con el Gobierno nacional para resolver problemas sociales y económicos acuciantes o, por el contrario, caminar por la ruta del conflicto y mayor confrontación contra Luis Arce. Seguramente, un sector más radical tomará este segundo camino e intentará tensionar nuevamente con discursos “duros”, apelando al sentimiento regionalista como fórmula identitaria.

Frente a esta posibilidad, la mejor manera que tiene el actual Gobierno para desactivarlo es llevar adelante una gestión eficaz y justa de las cuestiones económicas y sanitarias, llegando a todas las regiones sin exclusiones y trabajando de la mano con quien quiera trabajar, de tal manera que se aísle a los que opten por la vía de destruir por destruir.

En relación a este desafío, Luis Arce tiene de sobra atributos que le auguran un buen desempeño. Por un lado, la mayoría considera que tiene gran capacidad de diálogo y, por otro lado, existe una gran expectativa y confianza en que él pueda resolver el problema económico (52%).

A todo ello, debemos sumar otra variable fundamental latente en la sociedad boliviana: se considera importante conocer la verdad sobre lo sucedido entre octubre y noviembre de 2019. Esto es transversal a toda la población; da igual que sean votantes de Arce, Mesa o Camacho. Todos quieren saber, aunque hay posiciones divergentes. Una mayoría está a favor de que la Justicia actúe, pero, al mismo tiempo, un poco menos de un tercio tiene confianza en el Órgano Judicial. ¿Cómo evitar que exista impunidad ante un golpe de Estado sin que sea asumido como persecución judicial?

He aquí el gran desafío que tiene el gobierno de Luis Arce. La gestión de la resaca de un golpe de Estado nunca es tarea fácil si lo que se pretende es avanzar en normalidad democrática. La impunidad no cabe en un Estado de Derecho. Es hora de memoria, verdad y justicia para poder seguir construyendo el presente y el futuro democrático del país.

Gabriela Montaño es integrante del Consejo Ejecutivo del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG).