Guerra de trincheras
Estamos en medio de la tercera ola y el fin de la pandemia sigue lejano. La política está en su peor escenario, con pocos elementos de certidumbre y capacidades limitadas para cambiar escenarios difíciles. Sin embargo, los gobernantes no tienen otra opción que hacerse cargo y tendrían que irse preparando para un próximo semestre igual o más complicado que el que vamos dejando.
Ya a inicios de año, el panorama pintaba mal, las nuevas oleadas de contagios y mutaciones del virus nos recordaban que lo peor aún no había pasado. Las condiciones económicas y la paciencia social que caracterizaron a la primera etapa de la pandemia cambiaron drásticamente en todo el planeta. Solo la vacunación ofrecía una luz al final del túnel, pero muy pronto nos dimos cuenta de que se iba a requerir mucho tiempo y recursos para completarla.
Enfrentar al virus no es fácil porque su propagación está ligada a la vida humana misma: el vínculo social. A más interacción, más contagio. En un principio, el aislamiento radical parecía una salida, pero fue evidente que no se podía sostener por mucho tiempo y que su impacto se debilitaba a medida que el virus se instalaba durablemente entre nosotros. Aislarse, hoy en día, ayuda a ganar tiempo, para prepararse, pero no detiene el contagio, éste se reinicia cuando la gente se relaciona.
No queda más que construir capacidades básicas para enfrentar los efectos más nocivos del contagio, mientras se vaya vacunando a algo más del 80% de la población, lo cual tampoco lo eliminará, sino que atenuará sus efectos mortales.
Los políticos no pueden esperar grandes victorias en esta batalla sanitaria y socioeconómica. Es un combate lento, cuerpo a cuerpo, con pequeños logros y retrocesos, con bajas cotidianas, esperando que haya condiciones para un desenlace parcial y tortuoso. Es una guerra de trincheras, dura, que exige paciencia, sacrificio y que acabará un día, pero con todos agotados.
El gobierno del presidente Arce, como sus homólogos en el planeta, está en ese brete. Su principal alivio es que la propia sociedad no es tan ilusa como se suele creer, hay angustia y malestar, pero también creciente comprensión de que hay que adaptarse a “esta anormalidad”, que no hay otra que seguir trabajando, protegiéndose dentro de las posibilidades, asumiendo inevitables riesgos y esperando a que la cosa vaya mejorando poco a poco.
Sobre lo que se debe hacer para mitigar el impacto sanitario de la enfermedad no hay mucho misterio: medicamentos, recursos hospitalarios, pruebas, oxígeno, seguimiento de casos y vacunación masiva. Lo crítico es que se haga en los tiempos adecuados y sabiendo que hasta fin de año no habrá gran alivio y que hay restricciones severas para obtener muchos de esos insumos. Es decir, hay que planificar partiendo del peor escenario y de que se tendrá que vivir a salto de mata. El triunfalismo es un pecado.
Hay que reconocer que la actual gestión ha hecho mucho en varias de esas dimensiones, pero el oficialismo no debería hacerse ilusiones: no habrá condescendencia, se les exigirá siempre más y más. La respuesta a ese reclamo es la acción permanente, se debe ver al Gobierno trabajando y preocupado.
La otra cuestión, no menor, es la manera como se está informando y conversando con la gente sobre este momento. La paciencia y la cohesión social, necesarias en tales crisis, se construyen actuando, pero igualmente explicando, persuadiendo e incluso dando contención emocional. La palabra autorizada es crucial, en la incertidumbre las personas buscan liderazgo.
En este ámbito, el Gobierno parece deslucido, la información oficial es desordenada, mecánica, fragmentada e impersonal. Se apela únicamente a una información burocrática de lo que se estaría haciendo, sin entender que los ciudadanos requieren también elementos de comprensión del momento incierto y excepcional que viven e incluso palabras empáticas sobre sus sufrimientos íntimos. Cierto, esto último no es fácil, pocos líderes lo están logrando, pero no intentarlo solo irá reforzando los obvios malestares que están surgiendo, deteriorando la credibilidad y valoración del Gobierno.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.