Separar Salta y Jujuy del Alto Perú es un error histórico que suele cometerse. El Ejército del Norte no tuvo fronteras para detener el avance de los realistas.

La cultura porteñocéntrica logró convencer a la mayoría de los argentinos de que la libertad y la independencia en nuestro territorio nacieron en Buenos Aires y en mayo de 1810. Pero en realidad fue el Alto Perú el teatro de operaciones más importante de la guerra de emancipación de la región. Digamos que no fue en el Plata donde se produjeron los sacrificios necesarios sino en ese vasto territorio que va del Tucumán al Desaguadero. Porque fue allí donde hombres y mujeres entregaron sus vidas, sus sangres, sus familias, sus propiedades por la Revolución, y no en la lejana Buenos Aires. Porque durante casi dos siglos los escritores de las patrias chicas (Argentina y Bolivia) quisieron inventar una frontera ficticia en Salta y Jujuy y ubicaron allí la “guerra gaucha”. Pero se trata de una falsedad histórica: las actuales provincias de Salta y Jujuy pertenecían a la zona de influencia del Alto Perú, no fue la vanguardia guerrillera que debía evitar que los realistas invadieran un supuesto y ficticio “territorio patrio”. Salta y Jujuy eran, en realidad, la retaguardia de una guerra de guerrillas que en verdadero y completo “territorio patrio” se extendía hasta el Desaguadero y que dejó miles de muertos y más de 50 caudillos asesinados o ejecutados por las armas del rey.

Antezana, Ávila, Camargo, Hidalgo, Hinojosa, Indaburu, Muñecas, Murillo, Warnes, Padilla son algunos de los apellidos de los patriotas que dieron la vida por la independencia de las Provincias Unidas en una guerra de guerrillas, rescatada incluso por el propio Bartolomé Mitre pero olvidada con posterioridad por los relatos porteñocéntricos. Y entre los nombres de esos mártires se encuentra el de un gaucho salteño, líder entre los suyos, olvidado y traicionado por los poderosos de esa provincia durante un siglo, pero siempre recordado por los hijos del pueblo. Su nombre es Martín Miguel de Güemes.

Nació en una familia acomodada de Salta, esa ciudad antigua y bonita que crecía gracias al comercio con el Alto Perú. Con sus casas señoriales, de balcones sevillanos y tejados colorados, con sus paredes de piedra, sus ventanas de madera y el barroquismo engalanado, con su aristocracia de barrio, de callejas de barro y piedra. Con su sociedad fuertemente estamental, dominada por españoles con esclavos negros e indios y con los criollos que soportaban el peso de no pertenecer y de recoger lo que el círculo dominante español les dejaba. Y allí, en esos patios rodeados de gruesas paredes, detrás de esos frentes enrejados, de esas puertas que a veces permitían espiar los frutales, transcurría la vida de una ciudad conservadora, religiosa, sincrética, que se enriquecía con la plata que bajaba de Potosí hasta el puerto de Buenos Aires, primero, y luego con el comercio de ganado y ropa.

Las provincias de Salta, de Jujuy o de Tucumán, junto a las ahora bolivianas de Potosí, Charcas o Chiquitos, estaban integradas en un mismo espacio político, cultural y sobre todo económico: dependían en los tiempos de la colonia de la plata extraída del Cerro Rico del Potosí. Y la creación del Virreinato del Río de la Plata por la nueva administración de los Borbones de la Corona española había cambiado el sentido de la circulación extractiva quitándole peso al puerto de Lima y otorgándole más importancia a las bocas de salida de Buenos Aires y de Montevideo. De esa manera, las provincias de Salta y de Jujuy centraban sus economías en las famosas “aduanas secas”, que retenían un porcentaje de las mercaderías que finalmente abandonaban América en los puertos de mar abierto.

La Revolución de Mayo no significó ningún cambio en la relación entre Buenos Aires y el Alto Perú, entre “arribeños” y “abajeños”; de hecho, los levantamientos fueron sincrónicos y sincronizados entre los revolucionarios de las distintas regiones. Si en algunas oportunidades el Ejército Auxiliar enviado por Buenos Aires al Alto Perú se convirtió en una tropa de ocupación tuvo más que ver con las actitudes soberbias de la porteñada que con realidades culturales entre las provincias norteñas. Pero más allá de esos breves desencuentros, hay algo que es indiscutible: altoperuanos, jujeños, salteños, tucumanos, cuyanos, porteños pelearon codo a codo y sin fronteras —fueron inventadas muchos años después— contra los realistas.

Arenales, Azurduy, Belgrano, Dorrego, Güemes, San Martín fueron protagonistas de la lucha de un mismo territorio y de una misma causa. Separarlos es hacerles el juego a los cronistas de los Estados Nación de fines del siglo XIX, a los narradores de los países chicos, que surgieron después del desmembramiento de la Patria Grande. Incluso la declaración de la independencia argentina, en julio de 1816, confirma la verdad histórica de que nunca hubo frontera y que la Argentina y Bolivia estaban convocadas a ser una misma nación. Ese 9 de julio, en Tucumán, entre las provincias firmantes del pacto aparecen los nombres de las regiones altoperuanas de Charcas, Mizque, Chichas (Tarija) y Cochabamba.

En ese marco, el nombre de Güemes, lejos de opacarse, alcanza su verdadera dimensión política. Porque no se trata solo de una figura elegida por José de San Martín —tras las derrotas del ejército comandado por Manuel Belgrano en Vilcapugio y Ayohuma— para ser usada de retén contra la avanzada realista en Salta. La acción de Güemes está en función de una lucha mucho más abarcadora, que incluye la “guerra gaucha” pero también la que Mitre denominó “guerra de republiquetas” pero que no fue otra cosa que la “guerra de guerrillas” o de “montoneras”. Las regiones de Ayopaya, con José Miguel Lanza a la cabeza; La Laguna, donde acaudillaban Padilla y Azurduy; Larecaja, con el sacerdote Ildefonso de las Muñecas; Santa Cruz, con el porteño Ignacio Warnes; Vallegrande, con el español republicano Arenales; Tarija, con Eustaquio Méndez; Cinti, con José Camargo, y Salta, con Güemes. Todos ellos intentaban frenar a los realistas que recibían por el norte el apoyo logístico del Virreinato del Perú.

La misión que San Martín encomendó a Güemes, entonces, fue la de no darle tregua al Perú en el sur porque el gran capitán ya estaba ideando la campaña americana de liberación de Chile, vía el cruce de los Andes, y finalmente la liberación de Perú a través de una invasión por el mar. De esa manera, el Virreinato del Perú sería atenazado por los caudillos montoneros del teatro del Alto Perú y por las tropas del propio San Martín desembarcando en las playas de Paracas, cerca de Pisco.

Y Güemes cumplió con dignidad la tarea encomendada por San Martín. Líder popular, caudillo legítimo de la gauchada, se enfrentó a la oligarquía salteña que se mostraba siempre más reacia a los grandes sacrificios en nombre de la independencia que a los acuerdos con las tropas realistas. Víctima de constantes traiciones por las clases dominantes de esa ciudad, Güemes murió en el último avance realista en tierras de lo que unas décadas después será la Argentina como hoy la conocemos. Era hijo de su pueblo y no por casualidad fue el único general que cayó en combate durante la guerra de la independencia.

Pero una última felonía lo estaba esperando al gran caudillo montonero: el olvido. Durante prácticamente un siglo, su nombre fue palabra maldita para los dueños de la provincia norteña. Recién en las primeras décadas del siglo XX, su principal biógrafo, Bernardo Frías, y el poeta nacional Leopoldo Lugones, con su libro La guerra gaucha, lo rescatarán del ostracismo al que lo habían condenado sus enemigos políticos.

Guerrillero maldito para los poderosos de Salta. Defensor de la frontera norte argentina para los historiadores del país chico. Líder popular para los revisionistas del siglo XX. Hoy es tiempo de reivindicar a Martín Miguel de Güemes como lo que nunca debió dejar de ser: un caudillo americano, un hacedor de la Patria Grande.

(Gentileza de la Revista Caras y Caretas)

Hernán Brienza es politólogo e historiador argentino.