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Las cosas más hermosas

Ni la ficción pudo imaginar este sacudón al planeta. Una pandemia que nos dejó perplejos y que todavía no ha mostrado su cola: el temor, la incertidumbre, el riesgo, la enfermedad y la muerte nos acompañarán por lo menos hasta el próximo año. Escucharlo en estos últimos días me mandó directo a la experiencia que le está tocando vivir a mi hijo, con su proceso educativo remendado artificialmente desde una pantalla de computadora y dependiente de que no se caiga la señal de Internet, con su socialización al tacho, con su adolescencia refrigerada en un departamento; pensé en mi madre y su exposición al contagio, aliviada por la vacuna y pese a ello sin un cerrado blindaje; volvió a entristecerme el encierro de mi padre desde el inicio de la pandemia, su desamparo ante tantos meses entre cuatro paredes, mecido entre la lectura, la tele, los crucigramas y un moderno teléfono que no termina de domar. Y así como les comparto mi burbuja de piel y de afectos entrañables, cada uno puede hablar con dolor de la suya y nuestro miedo es el mismo. Estamos unidos en el temor. Resultó que sí somos iguales en nuestra frágil condición humana, más allá de vivir en un país que compró vacunas para nueve veces su población o pertenecer a una familia con mucho dinero o vivir de vender jugos de fruta en la esquina de un país del rincón del mundo. Al final del día estamos más o menos desnudos ante la enfermedad y ya sabemos en carne propia que somos diminutos ante la muerte. Hace más de un año que le conocemos el rostro. Porque la muerte ya dio entrevista en todos los medios de información a nuestro alcance; ella nos ha expuesto en terribles números de decesos la magnitud de nuestra impotencia; con su manto ha cubierto de luto a los nuestros sin que podamos despedirnos de ellos. Vimos partir a ese allá a compatriotas, a personas que vimos en alguna pantalla o fotografía de periódico, a grandes empresarios que parecían inmortales, a políticos que vimos en campañas electorales, a intelectuales que leímos y admiramos, a artistas que nos enseñaron a ver la vida desde otra ventana, a compañeros del trabajo, a vecinos del barrio, a conocidos del colegio, a amigos de toda la vida, a familiares, a seres de nuestro núcleo sentimental más íntimo…

La señora muerte nos mira sostenidamente. Exhibe su poder sobre nuestra pequeñez. Justo cuando nos creíamos todopoderosos con nuestros celulares de tres cámaras y San Google en la palma de nuestras manos, justo cuando ya circulan autos que se conducen solos, justo cuando Netflix promete el paraíso, justo cuando nuestros teléfonos nos leen el pensamiento. Parecía inverosímil y sucedió. Para quienes creemos que la vida es más que materia, este inolvidable y autoritario capítulo de la historia universal se las trae. No me gusta la idea de castigo porque para eso está nuestra propia miseria humana; es preferible pensar que se trata de una dolorosa pero valiosa oportunidad de hacer las cosas de otra manera, justo diametralmente opuesta. Nos llegó el aviso de que hay que salir de la Caverna de Platón y para dejar de ver las sombras en este hueco de ilusiones, ya sabemos, hay que darse la vuelta y permitirse mirar con la luz verdadera en los ojos. Al inicio lastima la vista, lastima el corazón, lastima el bolsillo. Pero sirve.

Cambiaron muchos (otros siguen lucrando descaradamente con la pandemia) sus ambiciones de dinero, de un puesto mejor en el trabajo, de casas con piscina, de un auto último modelo, del teléfono que se dobla en cuatro, de aplastar al enemigo a cualquier precio, por los únicos ejes humanos que nos mantienen vivos: estar junto al ser amado, conservarnos sanos, poder alimentarnos y también, claro, pasar horas con una amiga en el café de siempre riendo de nosotras mismas, celebrar un cumpleaños en la intimidad de una cocina, acceder a una vacuna gratuita, desplazarse unos kilómetros para abrazarnos, cenar y tomar dos botellas de vino con nuestros cómplices de vida, caminar por la calle sin que el barbijo de esta pesadilla tape lo que mejor nos sale, una sonrisa. Hoy la batalla de estos muchos es por lo esencial, por lo que no vale un peso, como me recuerda hoy ese relato animado que acompañó una vacación de mi pequeña infancia al lado de mi mamá y mi papá en un sencillo hotel del interior del país: Trapito. Volvió a mi alegría de cuarentona ese cuervo pícaro y ronco que cantaba con su acordeón: “Las cosas más hermosas de la vida no se pagan con dinero: mirar una estrella, correr junto al mar, jugar con un niño, reír, cantar, oler una rosa, dormir una siesta, oír un consejo, llegar hasta viejo”.

Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.