Pinceladas de una Colombia descontenta
No es un dato menor escuchar, en cualquier calle común de Colombia, que la gente se siente enterada de haber cruzado el umbral de lo inédito al decir que esto no sucedía sino hace décadas, que los repetidos acuerdos por un país en paz no hicieron más que disfrazar de buena intención la violencia de Estado sobre el pueblo, especialmente sobre los territorios indígenas. A esta novedad se suma comprender que quien se suponía ser el protector, resultó ser, de hecho, el verdadero agresor, y que la mala costumbre histórica del Gobierno colombiano de resolver militarmente sus conflictos sociales empató con la vieja tradición colonial de hacerse de las tierras de otros por la fuerza.
Será justo reconocer, asimismo, que la crisis económica es la que permitió interrumpir el estado de somnolencia política en el que vivía una parte importante de la clase media en Colombia, llegándose a corroer la ilusión del neoliberalismo por años empoderada con el miedo a no tentar la “suerte” de los países de izquierda de la región. Pero dio el caso que la huida al mal ejemplo se quebró el momento en el que uno empezó a serlo, cuando el Gobierno no tuvo la capacidad de suplir las necesidades básicas, de dar empleo y seguridad a la población. En ese orden, no sería preciso reducir el descontento colectivo al desubicado intento por imponer una reforma tributaria en plena pandemia, sino más bien ajustarlo al cúmulo de desaciertos, desigualdades y violencias de larga data gestadas desde el Estado.
En un escenario donde el individuo se siente tan pequeño ante una injusticia que se ha vuelto tan grande, pareciera que solo la movilización colectiva ha sido capaz de ponerlo a la altura del conflicto. Es más, el grado de provocación es aún mayor cuando el pueblo afronta la desazón colectiva sin armas de fuego y se siente en la condición de acomodarse en la mesa de negociación con una corpulencia moral distinta a la del Gobierno, en quien, por el contrario, recaería la imposición armada de las verdades del último tiempo. El pueblo, en ese gesto, toma en sus manos la guardia del sentido de paz social mediante la afrenta más significativa: el propio cuerpo, en movimiento y desarmado.
Esa misma corrosión ideológica se hace evidente cuando una madre llora la muerte de cualquier hijo, sea éste un campesino, una estudiante o un policía. Ahí vemos disiparse el límite de la idea pequeña del individuo liberal, al resurgir una especie de vuelta al útero universal, cuando la colectividad permite que cada granito de arena esté pensado para el mar, cuando la frontera del cuerpo no basta para sentirse cómodo frente a los sucesos de la vida, y se da curso a un nuevo principio de sociedad en el que la persona entiende que no se construye sola.
Sin embargo, este movimiento debe estar siempre muy atento a nunca separarse de quienes poco tienen que perder con apostarlo todo, porque en ellos reside el espíritu del verdadero cambio. Para quienes una mera reforma no es suficiente a la hora de resolver su estado de exclusión. Hablamos, pues, de los verdaderos líderes de cualquier revolución: los marginados.
Así y todo, es razonable que para ninguno el cambio sea algo cómodo, ni para quien lo promueve y menos para quien lo resiste. Aunque para estos últimos, la incomodidad les valdrá para percatarse que su prosperidad depende del suelo nutricional que la comunidad nacional les provee, muchas veces, a razón de injusticias. Y eso es algo que el pueblo colombiano lo sabe, hace tiempo.
Si bien es cierto que el silencio del oprimido en la voz escrita de la historia dice mucho sobre su lugar en los hechos, también lo será este tiempo en que los asesinados y desaparecidos custodian lo que ha de hablarse de ellos, a través de la voz de los que ya no están dispuestos a callar. Por eso, el conteo y el nombre de los muertos a manos del Estado se ha vuelto retroactivo y los desaparecidos vuelven a aparecer sin fecha de expiración.
Finalmente, sabremos que la intensidad del deseo por lo que se viene debe ser tan grande que resulte sencillo soltar lo que se tiene. Por eso, una revolución es, también, una revolución de los deseos, de esos que se cultivan en las ollas comunes, en las asambleas barriales, en los plantones, en la comidilla de fin de marcha, en la complicidad silenciosa de los que se miran juntos y tan distintos a la vez. Habrá que discernir, en tal modo, hasta qué punto quedarse en casa es sinónimo de resguardo y cuidado y hasta qué otro es complacencia con el estado de las cosas.
Sergio Velasco García es antropólogo.