Desamparados
Ha crecido el desamparo, podríamos decir que se ha institucionalizado a fuerza de ejercerlo a diario, las 24 horas del día y los siete días de la semana. Las aceras de cualquier calle o avenida de nuestras ciudades tienen enjambres de familias que extienden sus manos, piden para dar de comer a sus hijos; los niños que aprenden la vida imitando, también estiran las manos, se ponen delante, te siguen, te cuestionan si no les entregas unas monedas. Lado a lado están extranjeros y bolivianos mendigando. No es como en el pasado, ahora hay algo distinto, es como si todos estaríamos en un gran escenario donde la escena se repite una y otra vez sin tregua, sin descanso.
Hay quienes con trapo y goma en mano pasan algo de agua en los parabrisas de los autos, generalmente su acción es una forma disimulada de pedir limosna. Grupos enteros se apropiaron de determinadas esquinas y recorren las hileras de autos mientras se detienen frente a la luz roja del semáforo. Desde hace un tiempo han extremado sus medidas y caminan en medio de los autos mientras están en movimiento, algunos casi se abalanzan. A los niños más pequeños los llevan en brazos, a los que saben caminar los dejan sueltos, sin importar su edad. Viven en peligro constante, exponen y se exponen. No hay autoridad que controle. ¿Quién sabe cuál es la institución que debería intervenir ante tanto desamparo?
En esta época de pandemia, puestos a mirar la calle, irremediablemente vemos crecer el agobio, la dejadez, el abandono, el desorden de una sociedad que entre sus planes solo cuenta la sobrevivencia.
A pesar de lo sombrío de estos pensamientos, aún permanece la inmensa necesidad de que todo se transforme. Que despertemos dispuestos a limpiar la casa, a que el desamparo sea pasajero. Que el que hoy estira la mano, consiga y tenga un trabajo de verdad. Que las calles se llenen de gente que camina con rumbo. Que los niños jueguen en lugares seguros, que estudien con libros y profesores de verdad.
La pandemia ha transformado las boutiques de ropa en tienditas de barrio, donde se vende desde una bolsa de leche hasta jengibre y limón. Las joyerías y perfumerías de antes, ahora son casas de cambio y sin que importe la competencia conviven hasta cinco en una misma cuadra cambiando su pizarra de precios, como se cambia el menú diario de una pensión popular. Las agencias de viaje mutaron en locales donde se vende material de bioseguridad con una impresionante gama de colores, modelos y tamaños de barbijos, dispensadores de todos los precios y tamaños, para niños, adolescentes o personas más prácticas que no buscan nada especial.
Esa capacidad de transformación es deseable para nuestras ciudades, pero en el sentido de cambiar el desamparo que las envuelve por vidas más dignas con una generosa dosis de esperanza.
Lucía Sauma es periodista.