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En vivo y directo

Hace unos días una psicóloga daba cuenta de las secuelas poscuarentena que logró registrar en la conducta de niños y adolescentes, que a pedido de sus padres atendió esta temporada. Entre los niños pequeñitos menores de siete años se repetía un comportamiento muy evidente de terror a salir a la calle ni para realizar paseos o visitas a parientes cercanos, que antes de la cuarentena eran habituales. Ante el anuncio de que sus padres saldrían a la calle, los chiquitos reaccionaron llorando, gritando, mostrando pánico, intentando a toda costa impedir que salgan. La psicóloga explicó que estas reacciones se debían a que los padres, para mantener a los niños encerrados durante la cuarentena, les habían dicho que si salían de la casa podrían morir. Finalizado el encierro, los niños prefieren no salir porque temen morir.

En el caso de los adolescentes que están recibiendo tratamiento, sus padres observaron que los chicos habían perdido interés por tener contacto con el mundo externo. Durante la cuarentena aprendieron a convivir a través de la computadora o el teléfono móvil, les resultó cómodo no exponerse al rechazo o la crítica tanto física como psicológica de sus pares. Además que podían quedarse en sus dormitorios, encerrados, vistiendo como querían, comiendo cuando les apetecía, conectándose o desconectándose con un simple click, sin dar grandes explicaciones. Con ponerse unos auriculares podían alejarse de la clase por Zoom y en realidad escuchar la música que querían. Así que ahora esos adolescentes perdieron el interés o el gusto por relacionarse directamente con sus amigos y prefieren vivir aislados.

Después de escuchar a la psicóloga de la entrevista, hice recuento del síndrome que viven muchas personas mayores que se encerraron en sus casas y, a pesar de haber terminado la cuarentena, ellas están convencidas de que no salir las salva no solo del COVID-19, sino de compromisos profesionales incumplidos, de promesas innecesariamente postergadas, de incómodos horarios, y se dedicaron a cavar profundo en el pozo de la más pura rutina envolvente como tela de araña, de la que ya no saben cómo zafar y de la que tampoco nadie les quiere sacar porque, a esta altura, se cansaron de insistir.

Definitivamente estos síndromes no pueden ser parte de la “nueva normalidad”. El barbijo, el lavado de manos y el uso de alcohol no disminuirán nuestra esencia, pero el perder sensibilidad por el relacionamiento social, sí nos daña. En el aire flota la enorme necesidad de volver a los días despreocupados de antes del COVID-19. Disfrutar una charla, ir en transporte público sin temor, festejar un cumpleaños, una boda, un bautizo con todos reunidos en un solo lugar. Hay una enorme necesidad de humanizarnos en vivo y directo.

Lucía Sauma es periodista.