Joe Biden firmó una orden ejecutiva de gran envergadura cuyo propósito es ponerle un alto al dominio corporativo, mejorar la competencia empresarial y darles a los consumidores y a los trabajadores más elecciones y poder. El presidente describió esta orden como el retorno a “las tradiciones antimonopolio” de la presidencia de Franklin D. Roosevelt a principios del siglo pasado. Puede que esto haya sorprendido a algunos oyentes, debido a que la orden no ofrece un llamado inmediato para la fragmentación de Facebook o de Amazon, nada del rompimiento de monopolios que es la idea central de los defensores de la competencia.

Sin embargo, la orden ejecutiva de Biden sí hace algo todavía más importante que romper los monopolios. Significa el retorno de Estados Unidos a la gran tradición antimonopolio que sustentó las reformas sociales y económicas casi desde la fundación del país. Esta tradición se ocupa menos de las cuestiones tecnocráticas, como si las concentraciones de poder corporativo hacen que disminuyan los precios al consumidor, y se centra más en las inquietudes sociales y políticas más amplias sobre los efectos destructivos que pueden tener las grandes empresas en Estados Unidos.

Esa tradición antimonopolio se desvaneció después de la Segunda Guerra Mundial y se redujo a un árido discurso que solo planteaba una pregunta: ¿la prevención de una fusión o la fragmentación de una empresa reduciría los precios al consumidor? El profesor conservador de derecho Robert Bork y una generación de abogados y economistas afines convencieron al gobierno de Reagan, así como a los tribunales, de que las medidas antimonopolio impedían la creación de tipos de empresas eficientes y favorables al consumidor. Incluso liberales como Lester Thurow y Robert Reich consideraron que la libre competencia era irrelevante si las empresas estadounidenses debían competir en el extranjero. En 1992, por primera vez en un siglo, en la plataforma del Partido Demócrata no hubo ninguna referencia a la lucha contra los monopolios.

Biden ha declarado ahora, con justa razón, que este “experimento” de 40 años ha fracasado. “El capitalismo sin competencia no es capitalismo”, proclamó en la firma de la orden ejecutiva. “Es explotación”.

Quizá la parte más progresista de la orden ejecutiva sea su denuncia de la manera en que las grandes corporaciones suprimen los salarios. Por un lado, lo hacen al acaparar el mercado laboral —piensen en las presiones para la fijación de salarios que ejerce Walmart en un pueblo pequeño— y, por el otro, al obligar a millones de sus empleados a firmar contratos de no competencia que les impiden aceptar un empleo mejor en la misma ocupación o industria.

El presidente y su gabinete antimonopolios le dieron la vuelta a un aspecto importante de la competencia empresarial tradicional. Durante demasiado tiempo, los partidarios de una mayor competencia entre compañías han ofrecido a los empresarios justificación para recortar salarios y prestaciones, así como para subcontratar servicios y producción. Pero Biden imagina un mundo en el que las empresas compiten por los trabajadores. “Si tu empleador quiere mantenerte, debería hacer que valga la pena que te quedes”, declaró el presidente de Estados Unidos. “Ese es el tipo de competencia que conduce a mejores salarios y a una mayor dignidad del trabajo”.

Una vez más, se impone la tradición antimonopolio de Estados Unidos.

Nelson Lichtenstein es profesor de Historia y columnista de The New York Times.