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Cubanos en el espacio

Cruzan los dedos el coro de falsos liberales que hoy se preocupan por los derechos de los disidentes que protestaron hace poco en las calles de La Habana, pero que nunca objetaron el criminal bloqueo económico que el gendarme democrático del norte impuso unilateralmente sobre la isla, y que explica en gran parte las dificultades que hoy debe soportar el pueblo cubano en su vida cotidiana.

¿Dónde estaba su empatía cuando se expulsó a las brigadas de doctores de aquel país sin consideración alguna por sus derechos humanos en noviembre de 2019? La dictadura de Áñez se robó hasta los equipos médicos que se encontraban en la Clínica del Colaborador, sin que ello indignara en lo más mínimo a estos defensores de la democracia, la libertad y la propiedad privada. Silencio cómplice con una vulgar tropa de atracadores, encabezados en aquel entonces por el aspirante a gánster de Luis Fernando Camacho.

No debe sorprendernos, pues, que las plumas de estos escritores se hagan de la vista gorda frente a las incontables acciones terroristas que las sucesivas administraciones estadounidenses perpetraron contra el pueblo de Cuba: la invasión mercenaria contra su territorio en 1961, la voladura de un avión de Cubana de Aviación con 73 civiles dentro en 1976, y la detonación de otra bomba en el hotel Copacabana ubicado en La Habana en 1997, entre otros cientos de actos criminales. El servilismo de estos acólitos del imperio les impide reconocer y diferenciar, incluso, una acción política de un delito.

Y eso es porque en el fondo lo que les irrita del ejemplo cubano no es el socialismo, sino su dignidad y soberanía. Palabra esta última que relativizan y menosprecian, en nombre de un supuesto mundo sin fronteras, ejércitos o Estados. Confunden la necesaria autodeterminación de los pueblos con chovinismo tribal porque les hubiera gustado nacer en New York o Los Ángeles, para sentirse como cualquier cosa menos como bolivianos, para salvarse del Tercer Mundo.

Por ejemplo, son reacios a aceptar la creciente influencia china en la región, no porque les preocupe sus efectos sobre el desarrollo del país, sino porque creen, de verdad creen, que es preferible la dominación yanqui. No es el liberalismo político lo que defienden en realidad, sino el tutelaje norteamericano sobre el continente. “Tratar de buscar un nuevo amo no es cuestión de política: es el primer movimiento psicológico del liberto desconcertado”, dijo alguna vez Sergio Almaraz.

A Cuba se le puede criticar infinidad de cosas, pero no sin antes criticárselas también al resto de los países latinoamericanos, pero con una diferencia: sus aciertos y equivocaciones son producto de sus propias decisiones, y no de la sugerencia de ningún encargado de negocios o embajador yanqui. Y les ha dado buenos resultados. Permítanme nomás mencionar lo siguiente:

Dijo alguien alguna vez que libertad es en realidad la capacidad de poder optar por un estilo de vida entre otras opciones de manera efectiva. Hace unos meses el mundo entero rindió tributo al ruso Yuri Gagarin, primer cosmonauta en la historia de la humanidad. Pero pocos recuerdan que en 1980 un hombre llamado Arnaldo Tamayo se convirtió en el primer latinoamericano en abandonar el globo terráqueo. Era cubano, y no de La Habana. No era hijo de ningún diplomático o general, sino un muchacho pobre de Baracoa, un hermoso pueblito ubicado en el oriente de Cuba, sin más privilegio que contar con dos brazos y dos piernas. Era, además, negro. Tanta libertad no puede menos que provocar incomodidad e indiferencia para los detractores del modelo cubano.

¿Cuánto no quisiera yo que cualquier habitante de Charaña o Magdalena en Bolivia tuviera las mismas oportunidades para ser doctor, ingeniero o abogado que un residente de La Paz o Santa Cruz? Aquella igualdad de oportunidades solo es posible en un país con el coraje de distribuir tanto la riqueza como la miseria, frente a los ojos del imperio más grande que haya visto la humanidad.

Cuba no necesita su solidaridad, señores.

Carlos Moldiz es politólogo.