El mundo en desarrollo es un polvorín
Las imágenes que salen de la Sudáfrica devastada por los disturbios son espantosas. El presidente de la nación, Cyril Ramaphosa, advirtió no azuzar el conflicto étnico, una amenaza que sus críticos consideraron infundada y que solo sirvió para aumentar las tensiones. Mientras deslizaba las fotos y videos compartidos en los chats grupales de mis familiares sudafricanos, me sorprendió la gran cantidad de publicaciones que sugerían un sabor incluso más amargo de fatalidad: una especie de colapso psicológico.
Lo que comenzó como varias protestas dispersas por el encarcelamiento de Jacob Zuma, expresidente de la nación, se ha convertido en un pillaje sin ningún sentido e intención, tan indiscriminado que parece casi catártico. Mientras tanto, nadie parece saber qué está sucediendo en realidad, y la desinformación se propaga a través de una población confinada y dependiente de las pantallas.
Sudáfrica ha sido una nación muy frágil durante mucho tiempo. Es un lugar con persistentes dificultades económicas, desigualdad impactante, violencia intolerable y una animosidad racial que todavía acecha bajo cada controversia nacional (¿les suena familiar?). Pero hasta ahora nunca había considerado con seriedad la idea de que el país pudiera desmoronarse de forma repentina. Como se evidenció en la transición sin sangre del dominio racista en el país, aún con todos los problemas que ha tenido, hubo una estabilidad social fundamental que sustentaba a la sociedad sudafricana y que creí que perduraría.
Pero ahora pareciera que se ha perdido algo crucial. Es posible que el coronavirus le haya asestado a Sudáfrica un golpe que ni siquiera el sida pudo darle, y esté llevando al país de mi nacimiento por el camino descendiente de la locura, hundiendo a la sociedad en el abismo.
Hay un patrón común obvio que sugiere una falla sistémica: una pandemia que se niega a amainar está destruyendo sociedades. El coronavirus ha destrozado economías, ha agotado los servicios sociales, médicos y de seguridad, ha carcomido la confianza y ha facilitado el escenario para la violencia desenfrenada y la persecución política. Y en ausencia de programas efectivos de vacunación, tampoco hay lugar para la esperanza.
Es importante recordar que la forma en que abordemos la pandemia actual tendrá consecuencias en las numerosas amenazas mundiales que se avecinan. Si los miles de millones de personas de los países de ingresos medios y bajos del mundo continúan sintiéndose irremediablemente excluidos de cualquier posibilidad de liberarse del virus, ¿qué sucederá a medida que el cambio climático transforme el planeta?
La solución para la amenaza más urgente de Sudáfrica es la misma que para la nuestra: un programa masivo de vacunación bien organizado y financiado. Lo que falta es liderazgo y determinación global, un esfuerzo serio por parte de la comunidad internacional, con Estados Unidos a la cabeza, de librar al planeta de cualquier lugar donde el virus pueda prosperar. Algo como el puente aéreo de Berlín o el Plan Marshall, pero para vacunas.
La situación es urgente. El coronavirus ha revertido décadas de progreso en el desarrollo global. El número de personas que padecen hambre se disparó en cientos de millones el año pasado, la mayor cantidad desde al menos 2006. La paz mundial declinó por noveno año consecutivo, gracias en parte a un marcado aumento de disturbios y otras manifestaciones violentas.
Sin duda pareciera que el mundo está al borde del abismo. Y para alejarlo del peligro, se requiere de la ayuda de quienes están en terreno más estable.
Farhad Manjoo es columnista de The New York Times.