Los descubrimientos científicos determinan nuestras visiones del mundo o pasa lo contrario? Esa parece haber sido la principal eventualidad con la que chocó la bióloga estadounidense Lynn Margulis. En los años 50, Margulis, tras releer una serie de trabajos sobre el mundo microbiano desestimados o ridiculizados años atrás, encontró las bases para su teoría sobre el origen de las células complejas. Pero esa teoría —y aquellos trabajos— contradecían el muy difundido paradigma evolutivo de la “sobrevivencia del más apto”, basado en El origen de las especies, de Charles Darwin, como mecanismo de la evolución.

Margulis tuvo dificultades entonces para difundir sus ideas. Lo que demostraban sus trabajos suponía un cambio de visión sobre la evolución de los seres vivos. No es solo el más fuerte o el más apto quien logra sobrevivir, también es fundamental que los organismos puedan cooperar para que la evolución suceda. Para el neodarwinismo de la época —y el statu quo económico que de alguna manera éste encauzó— aquello sonaba a herejía.

Todo indica que hay que cambiar esta noción — el único mecanismo evolutivo es la competencia— y destronar uno de los paradigmas más difundidos por el pensamiento moderno: quizás ahí está la última posibilidad del futuro del planeta y de la especie humana y de miles de otras especies que están en riesgo de extinción por la actividad del ser humano. Difundir más la tesis de Margulis, una bióloga que incluso hoy es relativamente poco conocida, y seguro que nunca tan famosa como Darwin, ni como su primer marido, el cosmólogo y autor de bestsellers Carl Sagan, puede ser una buena respuesta.

El rechazo a las teorías de Margulis cambió parcialmente cuando los adelantos en biología molecular y la secuenciación del ADN probaron sus hipótesis. La bióloga, quien murió en 2011, fue tardíamente reconocida con varios premios y su trabajo es hoy una referencia central de las críticas al darwinismo.

Margulis demostró que la cooperación es el origen de uno de los más importantes saltos evolutivos: el de las células simples a las complejas, sin el cual no habría organismos pluricelulares y la vida se reduciría a un conglomerado de bacterias. La simbiogénesis —esto es, la asociación, integración y cooperación entre diferentes especies para originar nuevas formas de vida— tuvo que aceptarse entonces como una fuerza evolutiva esencial.

Pero si la simbiogénesis, que reivindicó Margulis, es un movimiento evolutivo esencial, obviamente no somos los vencedores de la cadena evolutiva, sino una parte ínfima en una extraordinaria red de cooperaciones entre seres vivos que ha permitido la continuidad de la vida.

La voracidad de la economía ha llevado a destruir cada vez más los hábitats donde viven animales que hospedan virus que resultan letales para los humanos (el origen de algunas epidemias y probablemente la del COVID-19). También la pandemia reveló la falta de presupuestos para la salud pública. La posibilidad de levantar las patentes para las vacunas para beneficiar a la población global ha sido, hasta ahora, imposible. Y los países más ricos acapararon la mayor cantidad de dosis, dejando a los más pobres y vulnerables sin posibilidades sencillas o baratas de inmunizar a su población.

Las disciplinas humanísticas y sociales podrían contrarrestar las populares creencias de que el egoísmo y la explotación, la autoimportancia y la indiferencia ante el sufrimiento ajeno, son determinaciones naturales del género humano y no aprendizajes que se pueden revertir o transformar.

El mecanismo evolutivo que descubrió Margulis revela que cooperar es una capacidad biológica y es una ventaja competitiva crucial. Y quizás sea nuestra esperanza más tangible de salvarnos a nosotros mismos y al planeta.

Sabina Caula es bióloga y Sandra Caula es filósofa, son columnistas de The New York Times.