Voces

Monday 18 Mar 2024 | Actualizado a 19:30 PM

Espacio público

/ 30 de julio de 2021 / 01:17

El 16 de julio se inauguraron dos importantes espacios públicos en nuestra ciudad. Por un lado, el Gobierno inauguró el Parque de las Culturas en la Estación Central, y por otro, el gobierno municipal presentó la plaza Tejada Sorzano en Miraflores (cada cual por su lado, como perro y gato). A raíz de ello, el público expresó pros y contras en las redes sociales (el Feisbuk se llenó de mensajes obvios y majaderos) y los especialistas también comentaron sobre el tema.

En el argot urbanístico estas plazas —con o sin equipamientos contiguos— se denominan espacios públicos, que son los lugares de encuentro ciudadano. El espacio público es un tema que cobra relevancia al influjo de personalidades internacionales (como Jan Gehl o Jaime Lerner) que trabajan en esas áreas como una salida al inextricable problema urbano. No puedo evitar pensar que es una salida de destripador urbano: ya que no puedo cargar con todo, lo cortaré en pedazos.

El espacio urbano es motivo de estudios, proyectos y análisis en todos los centros urbanos del planeta. Se volvió el tema mimado por excelencia. Pero, a mi entender, pocos estudian y evalúan lo más importante del asunto que es la práctica social que se da en esos lugares. Lo fundamental no es el diseño o la funcionalidad planificada, sino el uso cotidiano de esas áreas urbanas y que debe ser promovido con absoluta libertad de ocupación. El destino final de todo proyecto urbano es el uso y usufructo que la población defina y realice en la vida útil de esos espacios públicos; como en el último clásico de fútbol que llenó la plaza de hinchas. Pero, vanitas vanitatis, el profesional se regodea en las estadísticas sociales o en la “genialidad” de su diseño. Por ello, pienso que el debate entre especialistas, para ensalzar o denigrar obras en el espacio público, es nomás muestra de una soberbia académica de un grupo profesional que no pudo resolver, en décadas, el problema urbano.

Por otro lado, la práctica social nos remite a temas culturales. ¿Cuál es nuestra manera de ocupar y vivir la ciudad? ¿Es la de los nórdicos como Jan Gehl o de cariocas como Lerner? ¿Debemos seguir el orden urbano occidental? La Paz es una ciudad pluricultural y de intensa movilidad social en términos de la apropiación de su territorio. Es una urbe que, poco a poco, es tomada por una clase urbana, andina y popular, con un peculiar mestizaje, que trae prácticas culturales que horrorizan a grupos civiles y académicos que luchan contra corriente en un mundo que anuncia el reino de la distopía urbana en todas sus latitudes. Ahora, pintorescas chusmas toman los espacios públicos aquí y también en el Capitolio del imperio.

Carlos Villagómez es arquitecto.

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Genoma

Carlos Villagómez

/ 8 de marzo de 2024 / 09:46

Trataré —con pinzas— el tema de la raza, la identidad, las etnias desde el punto de la genómica; es decir, desde el desarrollo científico y no desde la especulación política o coloquial. La racialización del discurso cotidiano y político en nuestra sociedad se ha polarizado en extremo; por ello, van tres apuntes.

1) Solicitar estudios de identidad genética se ha vuelto una moda global. Empresas multinacionales ofrecen estudios completos de tu ascendencia (ancestría) genética y, colateralmente, los lazos de parentesco con otras personas de otras latitudes geográficas. En la medida que crecen los datos de estas empresas podrás encontrar parientes en latitudes inimaginables como Tanganica u Oceanía. Estos estudios científicos son una ayuda inconmensurable para personas que buscan a sus padres biológicos, o son también motivo para múltiples juicios o escándalos familiares, por una paternidad no respaldada científicamente. Es decir, es el catálogo más grande de la especie humana que va creciendo día a día; es el árbol genealógico universal que no da para especulaciones nobiliarias ni para blasones. Es ciencia pura.

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2) En algunos países latinoamericanos se llevan a cabo estos estudios, pero se acaba de anunciar el más grande de todos que reunirá a científicos de España y México en el llamado “Proyecto mestizaje, a 500 year chronicle”, de la Universidad de Burgos y expertos del INAH y la UNAM. Trabajarán varios años para desentrañar la marca genética, social y cultural, entre ambos países; será una investigación interdisciplinaria entre ciencia y sociedad, y desentrañarán las marcas genéticas naturales como también las huellas culturales. Un tema apasionante.

3) Dato 1: En algunos círculos paceños buscan “la pureza de sangre”, y piden estudios de identidad genética para vanagloriarse de “cero genética indígena”. Una verdadera bobería. Todos los grupos étnico/raciales continentales están mezclados en mayor o menor grado. La especie humana es, genéticamente hablando, 99,9% idéntica y los estudios científicos mencionados se enfocan al 0,1% restante, ergo: somos prácticamente iguales. Sin embargo, estas constataciones científicas se complejizan con la llamada coevolucion genético/cultural, una rama que estudia los fenómenos evolutivos resultados de la interacción de la genética natural y la cultural (en nuestro caso, ese 0,1% es un verdadero zafarrancho plurimulti). Dato 2: Para su conocimiento, tengo, a mucha honra, 66,6% de identidad genética aymara y quechua, mayoría científicamente comprobada.

Pregunta de cierre: ¿qué tipo de adaptación genética seremos con la interacción de la actual cultura tecnológica y la sempiterna práctica de la politiquería?

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Megalópolis

Carlos Villagómez

/ 23 de febrero de 2024 / 10:06

¿Se puede tener conciencia de escala y temporalidad en una megalópolis? ¿Cómo viven los habitantes de las ciudades mastodónticas del planeta? ¿Cómo sobrellevan la tensión de un espacio infinitamente inabarcable? Va una respuesta: por la resiliencia humana que se adapta más que ninguna especie animal sobre la tierra y soporta los meganúmeros de las grandes ciudades: Tokio, en Japón, 37.400.000 millones de habitantes; Delhi, en la India, 31.200.000; Shanghai, China, 27.800.000; o Ciudad de México (CDMX) con 22.000.000 (sin contar lo que ahora se conoce como la megalopolitana Zona Metropolitana del Valle de México).

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Una forma de experimentar el vaciamiento existencial de las megalópolis es usando su transporte masivo.  El Metro de CDMX transporta 4,6 millones de usuarios al día; es decir, en tres días el Metro mexicano mueve la población de Bolivia. Se inauguró en 1969 y su infraestructura ingenieril, tan bien concebida y construida, ha soportado honrosamente el trajín. Un detalle impresiona: los pisos de mármol de las interminables estaciones están repulidos hasta la deformidad por los infinitos pasos del torbellino humano que transita sin parar hace más de medio siglo. Es una ciudad subterránea que se desarrolla en varios niveles, llegando en algunos casos hasta 40 metros por debajo de la superficie. Y ese mundo soterrado es el espacio del pueblo profundo, un pueblo sometido por un Leviatán urbano con forma de un gigantesco hormiguero donde van y vienen millones de rostros con un rictus entre resignación y jactancia.

Las megalópolis se reconocen por esos múltiples niveles construidos para su transporte masivo. Son kilómetros por debajo o por encima de la superficie como en la clásica película Metrópolis. La superficie naturalmente disponible no es suficiente para albergar el crecimiento poblacional y la migración, urge construir múltiples pisos artificiales para que hombres/hormigas u hombres/pájaros se trasladen.

Pero no me voy sin ensayar otra respuesta más afinada a las preguntas del inicio: los seres humanos, como animales comunitarios, tendemos a establecer círculos de referencia o áreas de control territorial que nos permiten subsistir en escalas urbanas que van más allá de nuestra comprensión física y mental. Los urbanitas de las megalópolis de este siglo no tienen conciencia plena de la totalidad espacial y temporal, pero su capacidad resiliente genera reducidos espacios referenciales.

Nosotros no necesitamos sobrevivir con esas referencias. Vivimos en una ciudad tan pequeña que es una micrópolis cuya totalidad vemos y controlamos socialmente, aunque, de tanto en tanto, nos mortifiquen pinches bloqueos de “mil” esquinas.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Paisaje urbano

Carlos Villagómez

/ 26 de enero de 2024 / 06:59

La ciudad se construye mediante procesos socioculturales y recursos materiales que se van superponiendo en determinados momentos históricos. En lenguaje técnico,  la imagen de esas superposiciones se conoce como paisaje urbano, la síntesis edificada de la historia sociocultural de nuestra sociedad.

Podemos ir más allá y afirmar que ese paisaje urbano puede ser de larga data o de pocos años atrás. Y esta puntualización es muy importante en una sociedad de gran movilidad social como la nuestra porque los cambios en la forma arquitectónica y urbana pueden ser discontinuos y traumáticos. Dicho en otros términos: los cambios en el paisaje urbano pueden ser tan disruptivos  que afectan, en períodos muy breves, la conducta humana. Repasemos algunas transformaciones urbanas de las ultimas décadas.

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Las fuerzas centrifugas, depredadoras y deshumanizantes, del capitalismo dependiente están libres y someten a nuestro espacio urbano con intensas prácticas sociales, sobre todo del comercio, transporte, construcción y de la catarsis política. Con ellas, el paisaje urbano se construye de cero en cualquier barranco natural o modificando la arquitectura existente como en algunos edificios —patrimoniales o contemporáneos— del centro invadidos por un comercio precario (en un Estado con una enorme población en empleo informal, la lógica gremial del “día a día” ha conquistado los territorios urbanos, y su avance no reculará si no se transforma, estructuralmente, el empleo en Bolivia). Estas prácticas son como una lava volcánica que se escurre por toda la ciudad. Y esa manera contemporánea de hacer ciudad —que mezcla necesidades extremas y expresiones amorfas— dibuja un horizonte urbano ininteligible, estéticamente discutible y culturalmente muy complejo; ergo: un paisaje urbano ideal para turismo antropológico. Prueba irrefutable del horizonte descrito es el manejo kafkiano de la casa patrimonial del Colegio de Arquitectos en Sopocachi. Ahí, en la casa de los profesionales mandados a construir arquitectura y hacer ciudad, se ha materializado todo el menú procedimental y estético de la enmarañada sociedad paceña de este tiempo.

A pesar de ello, todos sin excepción alguna tenemos derecho a la ciudad, y ejercer diariamente ese derecho da fuerza a reaccionar. Algunos lo hacen con rabietas eurocéntricas, otros con indiferencia, y muchos con estupor. Todos reaccionamos ante la paradoja urbana. Pero, algunos viven y explican el nuevo paisaje urbano con decimonónica discriminación; para ellos, la declaración del filósofo francés Michel Serres es categórica: “es necesario construir una especie de multiculturalismo que terminará produciendo un nuevo humanismo”.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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El mercado del arte

Carlos Villagómez

/ 12 de enero de 2024 / 10:35

¿Cómo se define el valor del arte en el capitalismo global? Por mecanismos que se reúnen en la llamada Teoría Institucional del Arte (Arthur Danto y otros). Según esa teoría, el arte contemporáneo, histórico, plástico o conceptual, se entroniza por filtros institucionalizados, a saber: críticos, historiadores, marchantes, museos, bienales, casas de subastas, etc. Todo un tejido corporativo, monopolizado por occidente, y cooptado por grupos de poder que determinan el valor subjetivo y objetivo de cualquier objeto artístico.

Ese tejido corporativo es la vara que mide la aceptación o el rechazo de los artistas tanto del norte como del sur. Para entrar en ese mundo metalizado debes: hacer lobby con las personas adecuadas; estar en ferias o bienales; exponer en un museo de Madrid, París o Nueva York, entre otras genuflexiones. A pesar del mundo multipolar que comienza a consolidarse, occidente sigue controlando el sentido simbólico global. (Apunte para políticos: el arte, en la Batalla de Ideas, es profundamente importante).

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En ese marco excluyente, las casas de subastas, como Christie’s, tienen la última palabra. Se cotizan lienzos o esculturas a precios exorbitantes. Los artistas reconocidos ofrecen algo irremplazable: la unicidad de la obra junto a valorizaciones sistémicas, ergo: un commodity tan apetecible como el oro. Y donde circula tanta plata existe corrupción de alto vuelo y guante blanco como en el caso del magnate ruso Dmitry Rybolovlev. Su marchante, Yves Bouvier, compraba obras con días de anticipación antes de mostrarle al ruso y a sus asesores. El embobado magnate pujaba por esas obras en remates o las compraba directamente pero por decenas de millones más que iban al bolsillo del marchante. Rybolovlev descubrió la trama e inició, a Bouvier y a Sotheby’s, un juicio calificado de histórico que se dilucida en estos días.

¿Y cómo vamos por aquí? Hace poco Ricardo Bajo hizo una crónica de una subasta de fin de año que desnudó nuestra provinciana institucionalidad artística. Pienso que estamos postrados por muchas razones, entre ellas: por la miseria material y estética de nuestros burgueses (rubios y morenos); por el no/me/importismo estatal; por la actual selección binaria y racializada del arte boliviano; por la falta de audacia creativa y mediocridad temática de los artistas; y por nuestra anacrónica academia local. Secuela: salvo excepciones, el artista boliviano está proscrito de las grandes ligas.

Pero, cavilando con ironía subversiva ¿será que esta inopia mantiene éticamente virginales a nuestros artistas, creando un arte superlativo en recónditas ciudades andinas, mientras esperan a que otro Picasso los visibilice?

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Sobre mis temas

Carlos Villagómez

/ 29 de diciembre de 2023 / 07:14

Fin de año es un buen momento para explicar por qué uno escribe sobre ciertos temas. Con mayor razón si uno es columnista op-ed, es decir, columnista en el espacio opuesto al editorial.

Los periodistas califican mi presencia en el mundo de los columnistas con un simpático denominativo: opinólogo. Acepto parcialmente ese apelativo que, en mi caso personal, lo interpreto como: un arquitecto con opiniones sobre diversos temas, en una miscelánea temática que carece de la “sustancia medular” que poseen los periodistas de cepa.

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Acepto, soy nomás un intruso que se atreve a expresar sus opiniones en un medio que le es extraño, usando palabras y no ladrillos. Pero, quisiera que mi audacia sea compartida. Sería grato ver a los colegas columnistas proyectar y supervisar un edificio de mil metros cuadrados. Si puedo expresar sin temor mis pensamientos en la prensa, ¿por qué no expresan los periodistas su creatividad en el espacio de la arquitectura? Prometo no decirles opinólogos de la arquitectura; al fin y al cabo, la mitad de la ciudad está construida sin arquitectos.

Pero escribo columnas por otra razón en particular. La sociedad visibiliza mucho más a los periodistas que a los arquitectos. Y como ello da una ventaja considerable decidí expresarme en la prensa, con la necesidad vital de desarrollar temas en un espacio de construcción cultural. Y la prensa escrita es, sin duda, el espacio privilegiado de nuestra construcción cultural (aunque sea una prensa que solo reitera temas que, a mi parecer, son poco edificantes: la política, los crímenes y el fútbol).

Por otra parte, mis pocos lectores  me reclaman mayor contundencia en las notas. Interpreto ese reclamo como falta de definición política. Debo aclarar esto por escrito: no voy a desarrollar pensamientos teñidos de inclinaciones políticas, no seré portavoz del sector oficialista 1, ni del sector oficialista 2, ni de la oposición. Tampoco estoy en op-ed como arquitecto para rajar contra el gobierno municipal por todo y por nada. Escribiré siempre sobre temas que creo son para compartir con todos, aunque ello signifique el ninguneo del gremio.

Escribo sobre arte, películas, la descolonización, sobre las nuevas tecnologías; y de vez en cuando, sobre la ciudad y su arquitectura desde una óptica culturalista. Es decir, desarrollo temas diversos, con algún apoyo bibliográfico, y en un tono que se aleja de la lógica bipolar de la mayoría de las columnas periodísticas que son, a mi parecer, obviedades sin autocrítica. Prefiero la duda de las reflexiones honestas.

En 2024 seguiré en ello, fiel a mis convicciones intelectuales, y eligiendo temas al garete. Les deseo a todos un feliz Año Nuevo.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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