Voces

Tuesday 19 Mar 2024 | Actualizado a 04:06 AM

La política de la ‘nueva normalidad’

/ 31 de julio de 2021 / 01:36

Las condiciones globales y locales para el funcionamiento de la economía se han modificado sustantivamente en estos años de crisis. Frente a una transformación socioeconómica que será inevitable, estamos ante dos desafíos, precisar los contornos de una nueva agenda de crecimiento y distribución y construir una arquitectura política realista que la viabilice.

Por encima del furor de una coyuntura política nacional saturada por la obsesión por lo episódico, el planeta se está internando en un incierto mundo pospandémico caracterizado por una economía en los albores de una gran mutación y sociedades dislocadas por la pandemia y otras rupturas ambientales y tecnológicas.

Lo que viene no es menor, se trata de gestionar la conjunción de, al menos, dos grandes fuerzas de cambio: la transición a una economía digitalizada y basada en otra matriz de energías, y la persistencia en el largo plazo de los impactos sociales y psicológicos de una catástrofe sanitaria mundial de la que aún no hemos salido del todo.

El auge de la movilidad y de los dispositivos basados en energía eléctrica, la adaptación al cambio climático, la masificación de la digitalización, el retorno de la intervención del Estado en la economía incluso en los países liberales, la expansión de la deuda y el crédito público, el surgimiento de nuevas desigualdades, la coexistencia contradictoria de un renovado soberanismo y la cooperación multilateral para enfrentar males universales, la urgencia de impulsar una economía de servicios sanitarios, educativos y de protección, y un largo etcétera de fenómenos, son algunos de los síntomas de esta evolución.

Los desafíos de adaptación para un país periférico como Bolivia son enormes, no escaparemos a esos cambios, tendremos que decidir si deseamos y/o podemos participar de ellos con algo de autonomía y sentido estratégico: ¿Cuáles serán los sectores, viejos y nuevos, que impulsarán un crecimiento que sustente la redistribución social y modernización infraestructural? ¿Cómo renovar nuestro vital sector extractivo, pensando en que habrá grandes oportunidades para su desarrollo pero que, al mismo tiempo, se deberá considerar sus impactos medioambientales? ¿De qué manera evitaremos la catástrofe en capacidades humanas y desigualdades que implica el cuasi parón de dos años de los sistemas educativos? ¿Cómo prepararse para la próxima pandemia?

Si de por sí, esa agenda es terriblemente desafiante, intelectual y prácticamente. La cuestión política complica aún más la ecuación pues ninguno de esos problemas se resolverá sin la emergencia de un consenso ideológico básico acerca de los contenidos de esas nuevas políticas, de alianzas sociales que las sostengan y de una mínima eficacia y eficiencia burocrática en el Estado para hacerlas realidad.

No voy a cometer la ingenuidad de reclamar un fantasmagórico diálogo o consenso nacional para estas tareas que logre componer a todas las diferencias existentes en la plurinación, me conformo con la constitución de una masa crítica de ideas que puedan seducir a una mayoría suficiente de la sociedad para impulsar esas transformaciones, sostenerlas políticamente y mitigar los seguros conflictos que traerá su despliegue.

El actual Gobierno será el primero que deberá encarar esta nueva etapa, su tarea es lograr que el cohete despegue. No basta pues con reactivar el viejo aparato productivo y mitigar la pobreza y desigualdad que trajo la crisis, aunque sin eso todo lo otro será una ficción, sino poner las bases de una renovación sustantiva del manejo económico y la política social. Se cuenta con activos que ayudan, su capacidad de contener a las mayorías sociales del país, la modernización reciente de la economía y la sociedad que lideró, su nacionalismo económico que parece coherente con el mundo multipolar en que vivimos, pero hay otras cosas que tendrá que (re)inventar, empezando por la coalición interna de actores sociales y económicos y la red de relaciones exteriores que deberían sostener estos esfuerzos, las cuales sospecho que deberán ser mucho más plurales y sofisticadas que la que sostuvieron el modelo neodesarrollista en los últimos 14 años.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Dando palos de ciego

/ 18 de noviembre de 2023 / 07:05

Uno de los grandes misterios de la humanidad es por qué se prefiere, con frecuencia, complicar cosas que suelen ser simples. El psicodrama legislativo de esta semana es un ejemplo de esa fatalidad: evento desagradable que no solo era previsible sino además evitable. Después de mil vueltas, hemos retornado al mismo punto de partida y a algunos avispados recién se les ocurre descubrir que su resolución se resume a dos palabras: diálogo y negociación.

Hace unas semanas, todas las facciones partidarias en la Asamblea Legislativa se acusaban de las más rocambolescas traiciones y alianzas a propósito de la elección de sus directivas. Por su parte, algunos estrategas gubernamentales daban a entender que el control oficialista de esos espacios les garantizaba algún tipo de estabilidad en el trabajo legislativo. Dimes y diretes francamente confusos para la mayoría de los ciudadanos.

Como dice un viejo refrán, al final la única verdad es la realidad: el fraccionamiento de las fuerzas presentes en el Órgano Legislativo es un dato que no va a cambiar, no hay mayorías desde el año pasado y habrá que vivir con eso. Nos estamos estrenando en lo que los cientistas políticos llaman un “gobierno dividido”.

Los 62 votos a favor de la reformulación del Presupuesto General del Estado no son tampoco un descubrimiento, son los 46-47 diputados y 7 senadores del “ala arcista” más una decena de disidentes opositores “paraoficialistas”. Contabilidad que estaba clara hace varios meses. Fuerza significativa pero minoritaria en una Asamblea conformada por 130 diputados y 36 senadores.

Por tanto, muchas cosas no cambiaron en el escenario político con el falso afán que generaron las barrocas negociaciones por directivas. Más que un problema de gran estrategia, a esta altura del partido parece una pelea con la aritmética la que aqueja a los operadores oficialistas. Sin importar la composición de la directiva, no hay mayoría automática.

Si eso es así, entonces era obvio que no se iba a conseguir fácilmente los votos para esa norma sin una negociación y gestión política previa. Obviamente, en esos casos es válido presionar a los legisladores movilizando a los sectores supuestamente afectados, incluso acusarlos de insensibilidad o revelar datos sobre lo dañino de su indecisión, pero, por otra parte, se tiene que necesariamente conversar y negociar con los que tienen la llave del cofre.

Y digámoslo, negociar implica ceder, no se puede pretender imponer algo por muy bueno que sea en tales contextos. Alguien me dirá que eso no es quizás muy eficiente o justo para toda la comunidad, pero es lo posible en una democracia pluralista. Siempre lo posible que se puede aprobar será mejor que lo perfecto que no tiene consenso.

Mientras más rápido todos los actores políticos asuman ese nuevo estado de situación y actúen en consecuencia, el país ira encontrando una vía para resolver algunos de sus problemas en estos tiempos turbulentos. Si insisten en pedir peras al olmo y obviar los cambios en la correlación de fuerzas, el desorden se irá instalando. 

Aunque mal de muchos sea un consuelo de tontos, la gestión de un “gobierno dividido” no debería ser entendido como una anormalidad democrática. Justamente, en estos días, el gobierno de Biden en Estados Unidos está ante un bloqueo similar. 

Hay pues urgencia por un cambio de estrategia en todos los involucrados. El Gobierno tiene que entender que no basta con victimizarse, quejarse y ver conspiraciones por todo lado, tiene que tomar el toro por las astas, negociar, ver que es realista proponer, convencer y mantener un mínimo de contacto y conversación con todas las fracciones parlamentarias. Cierto, es más difícil que cuando metías la ley al Legislativo y se aprobaba en 24 horas, pero ya no hay más vuelta atrás. Es eso o nada.

De igual modo, ser opositor en las cámaras es hoy interesante porque tienes más poder y puedes obligar al Gobierno a explicarse y negociar si quiere avanzar en sus propuestas. Pero también aumenta su responsabilidad y los expone a la opinión pública: no basta con oponerse porque sí, hay que explicar las razones y eventualmente encontrar opciones de negociación y transacción con el Gobierno porque el país tiene que seguir funcionando. En suma, aunque tortuoso, quizás este nuevo momento augura una transición a un sistema político y país más pluralista, en caso contrario, todos perderemos.

Armando Ortuño es investigador social

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Rompecabezas

El panorama político sigue incierto y no hay señales de que se aclare hasta las elecciones de 2025

/ 4 de noviembre de 2023 / 00:39

Durante más de un decenio, la ecuación de la gobernabilidad en Bolivia estaba relativamente resuelta. Se basaba en la hegemonía política del MAS, circunstancia que para algunos podía ser desagradable pero que tenía la ventaja de definir con cierta claridad los roles de cada uno de los actores. Era un contexto cómodo y bien cuadriculado, cada uno tenía su espacio y operaba en base a certezas y con escasa responsabilidad sobre las consecuencias de sus actos.

El fin de ese mundo estaba escrito desde hace mucho, aunque no quisiéramos reconocerlo, es de raíz estructural y está asociado, en primer lugar, al debilitamiento de las lealtades electorales de cientos de miles de votantes de los dos bloques, particularmente en el predominante, es decir en el nacional-popular masista, pero también con la emergencia de actores institucionales y sociales con mayor poder y capacidad de incidencia autónoma en el Estado.

El conflicto interno del MAS con sus consecuencias en términos de ausencia de una mayoría parlamentaria estable y una evidente ruptura en la cohesión de los sindicatos campesinos, su base histórica, parece ser, entonces, solo la consagración de un proceso más amplio de erosión del poder de los actores políticos tradicionales y nuestra entrada al universo de la incertidumbre.

Hoy la gobernabilidad se (re)construye parcialmente en barrocas negociaciones y transas parlamentarias, que nadie quiere reconocer ni transparentar, en la instrumentalización de las organizaciones sociales a cambio de espacios de influencia y prebendas o en la aguda judicialización de la política que refuerza el juego propio de los operadores del sistema judicial. Los políticos creen que así se consolidan en el poder, pero, al contrario, están hilando una red de intereses que a mediano plazo los aprisionará y les cobrará caro su apoyo.

Quiero precisar que no soy un nostálgico de la hegemonía, ya fue y no volverá, aún más, estoy convencido que hacerse cargo de la complejidad socioeconómica del país y de los cambios que experimentamos en los últimos decenios, implica pensar en una gobernabilidad pluralista, tolerante y democrática. El problema es que tenemos ahora pocas ideas de la naturaleza de ese nuevo artefacto y sobre todo acerca de sus instrumentos concretos, los actores y las dirigencias que los impulsarán.

El problema es que en este desordenado interregno hay una serie de graves problemas económicos e institucionales que se están acumulando y que no podemos eludir. Se precisa pues de un mínimo de decisión y acuerdo, quizás no para resolverlos, por su complejidad, sino, al menos, para canalizarlos sin rupturas o costos excesivos para la nación. Quedan aún dos años de gobierno y su ruta parece, cada día, más tortuosa y difícil.

Frente a ese reto, el panorama político sigue incierto y no hay señales de que se aclare hasta las elecciones de 2025, donde necesariamente se van a rebarajar las cartas del juego. Por lo pronto y más allá de las declaraciones altisonantes de unos y otros, la cuestión del control del MAS parece empantanarse en una maraña de decisiones judiciales y procedimentales que posiblemente hagan imposible su resolución ordenada en el corto plazo, contaminando todo y absorbiendo energías gubernamentales y partidarias que urgen en otros ámbitos.

Al mismo tiempo, las rupturas y contradicciones en la Asamblea Legislativa se están volviendo la norma, no hay mayoría clara y los arreglos oscuros para hacerla funcionar a fórceps tampoco auguran que se logre establecer un clima mínimo de respeto y cooperación para que las cosas avancen sin dramatismos y constantes peleas.

En vez de transparentar y discutir paciente y abiertamente las contradicciones, pero también las convergencias programáticas o de intereses entre los varios bloques pseudo oficialistas y opositores, la vía elegida parece ser la negociación por debajo, la queja y la confusión ideológica. Eso resuelve poco y mal, aumenta la radicalización, bloquea y destruye la imagen pública de la institución. De igual modo, la instrumentalización grosera de la Justicia puede producir resultados en el corto plazo, pero en el mediano alienta el descreimiento de los ciudadanos.

Esto último no es algo menor y las dirigencias no deberían obviarlo, no estamos, a escala global, en tiempos de tolerancia y sumisión de los ciudadanos frente a políticos que hacen cualquier cosa por el poder. Al contrario, hay señales de irritación social y malestar generalizado. Cuidado que la “nueva gobernabilidad” venga por otro lado, no como una reconstrucción al mando de las actuales dirigencias sino desde la bronca con todos y la insurgencia electoral. Al tiempo.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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El enigma Arce

/ 11 de agosto de 2023 / 21:48

A un poco más de la mitad del mandato del presidente Arce, el escenario político aparece más incierto y paradojal de lo que se podría haber pensado cuando asumió las riendas del país allá por noviembre de 2020. En medio de la agitación de estos años, persisten, desde mi punto de vista, incógnitas sobre el personaje y su estilo de ejercicio del poder.

Debo precisar que le tengo aprecio por su valentía en 2020, ese año en que todos vivimos en peligro, y un respeto por su trayectoria de servidor público. Hay que ser muy mezquinos para no entender lo compleja que debió haber sido su labor como el piloto de una economía que tuvo resultados positivos durante más de un decenio.

Parece que Arce será nomás el hombre de la gestión de las crisis, ese es su karma, su misión. Se hizo cargo de una nación convulsionada, no solo por la pandemia sino por una crisis política en la que sorprende cuanto llegamos a odiarnos entre nosotros. Con nuestro voto nos aferramos a una salida pacífica y esperábamos un retorno a cierta calma. Lamentablemente, los reflejos polarizadores de unos y otros y un mundo pospandémico desordenado nos precipitaron a nuevos episodios de inestabilidad. Así estamos desde hace cuatro años.

Pese al vértigo de un país que parece atrapado en desequilibrios permanentes, el hecho de que estemos algo maltratados pero vivos, es quizás uno de sus grandes resultados. Las encuestas lo ratifican, la salida ordenada de la pandemia y cierta estabilización económica son los logros que siguen sosteniendo su imagen. Después de un semestre muy complicado, el hombre sale magullado, pero lejos de estar fuera del juego, la economía parece resistir en un contexto difícil y su apoyo se estabilizó en torno a un 35%, porcentaje modesto pero el más elevado entre todos los dirigentes políticos.

Y sospecho que los números serían mejores si no habría subestimado los desequilibrios financieros que desataron la escasez de dólares y si el conflicto interno en el oficialismo no se hubiera adelantado sin tener, al parecer, mucha idea de lo que eso iba a implicar. El destino tiene vericuetos traicioneros.

Lo llamativo es que, en ese tipo de episodios, el Presidente aparece poco y no se explaya demasiado sobre sus razones y soluciones. Ya conocemos algo la mecánica de su manejo de las crisis, mientras el furor se desata a su alrededor, algunas cosas se hacen y se resuelven a su propio ritmo, pero todo en un silencio que a veces irrita. Algunos lo atribuyen a una decisión de ser prudente y tomarse su tiempo en una sociedad hastiada del barullo y los falsos afanes, mientras otros le reprochan su indecisión y escasas ideas. En todo caso, no parece querer ser el hiperjefe ni el peleador callejero que algunos anhelan.

Es así que las percepciones sobre su estilo de gestión son llamativamente contradictorias según el paladar del opinador: ¿paloma o halcón? ¿renovador de un proceso de cambio anquilosado o apparátchik con apoyos poco escrupulosos? ¿tecnócrata modernizador o ideólogo rígido? ¿persistente o testarudo? ¿silencioso por estrategia o sin narrativa?

Lo cierto es que su presidencia parece inevitablemente marcada por nuestra entrada paulatina a un mundo político nuevo, sin hegemonías evidentes y con poderes reconfigurándose, lo cual explica que haya más dudas que certezas y donde no existe manual para hacer funcionar una gobernabilidad y un mundo descompuestos.

Por todo eso, su futuro político depende principalmente de sus resultados concretos y no tanto de su capacidad discursiva. Si el hombre logra llevarnos a un momento más estable en lo económico, desbaratando el fatalismo del colapso que montón andan deseando y alentando, y mostrarnos además con claridad que tenemos opciones de progreso con el litio como locomotora, habrá cumplido largamente con su mandato. Será el que supo evitarnos el abismo, el que callado resolvió mientras el resto se agitaba. Pero atención, esa es solo la condición necesaria para que pueda pensar en seguir dirigiendo a la nación en un tiempo que quizás será más benigno y estable. Sin mayor claridad sobre lo que viene después, es decir sin innovaciones y más escucha de las expectativas de la gente sobre el futuro, posiblemente sus logros no sean suficientes para imponerse en un juego electoral que será el más abierto y feroz de este decenio. ¿Cómo se verá Arce en una batalla que podría culminar, en su peor escenario, en algo fatal para su legado histórico: entregar el Estado Plurinacional a un opositor al MAS? Gran destino y riesgo, al tiempo.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Elogio a la heterodoxia

/ 20 de mayo de 2023 / 06:52

A ratos parecería que el debate sobre la cuestión económica se resume a una defensa cerrada de los principios supuestamente anti-neoliberales de las políticas económicas aplicadas por el oficialismo, y por otra, a una predica casi evangélica en favor del retorno a un liberalismo de manual que exorcice nuestras tentaciones populistas.
Ambas lógicas coinciden en una descalificación absoluta de todas las orientaciones que identifican como contrarias a sus principios y una notable incapacidad para ver los matices, adaptaciones y ambigüedades que caracterizan las políticas económicas realmente existentes.
Es así que, para nuestros liberales criollos, el modelo económico social comunitario productivo no podía en ningún caso tener algún éxito, debía colapsar tarde o temprano porque supuestamente transgredía todos los dogmas que sustentan su fe casi religiosa en los beneficios del libre mercado y el individualismo sociológico. Para ellos, es casi un detalle que ese modelo haya funcionado por casi 15 años permitiendo acumulación de riqueza, cambios socioeconómicos, mejoras en el bienestar bastante evidentes y, por supuesto, acumulando también desequilibrios e insuficiencias.
Desde el dogma, esas políticas siempre fueron un error, una anomalía. Ahora, 15 años después, la historia les estaría dando la razón, ya era tiempo que todos nos diéramos cuenta de eso y que nos arrepintiéramos de nuestros espejismos populistas. Incluso sería mejor para ellos si el colapso es contundente porque solo así todos nos purificaremos y no volveremos a equivocar el camino.
En la otra vereda, tenemos a los críticos acérrimos del neoliberalismo, el cual es descrito siempre como una máquina únicamente pensada para producir desigualdad, pobreza y concentración de la riqueza y del poder. Desde esa perspectiva, las políticas aplicadas desde 2006 en Bolivia fueron una ruptura conceptual y revolucionaria que debería tener obviamente éxito porque está naturalmente a tono con el sentido de la historia de liberación del ser humano.
Para ellos es difícil explicar cómo en estos 15 años de revolución coexistieron orientaciones liberales, por ejemplo, en la política cambiaria y monetaria, con las fuertes pulsiones desarrollistas y distribucionistas. Es de igual modo paradójico observar que los resultados del modelo económico masista sean también el crecimiento del sector servicio, el fortalecimiento de la informalidad o la expansión del consumismo en todos los segmentos de la sociedad.
Se hace difícil explicar desde la simplificación ideológica, por ejemplo, que los bolsones de mayor voto por el oficialismo se sitúen en el mundo socioeconómico informal y entre los millones de emprendedores y trabajadores por cuenta propia populares del campo y de las ciudades. Agentes económicos y grupos sociales bastante diferentes al idealizado proletariado revolucionario industrial al cual parecería que aspiran a consolidar las élites dirigenciales oficialistas.
Una somera observación de las dinámicas económicas y sociales de los últimos decenios nos muestra, al contrario, un panorama más complejo de adaptaciones de la política a la realidad, innovaciones desde una lógica de una prueba y error, en suma, una notable heterodoxia y pragmatismo que, desde mi punto de vista, es el secreto de la sostenibilidad de eso que llamamos “modelo económico”. Luces que están obviamente acompañadas de inercias estructurales que siguen impidiendo un mayor crecimiento y de varios errores en las políticas y enfoques de desarrollo.
Sospecho además que las salidas más viables a los límites reales que está encontrando el modelo económico tienen que ver con una mayor capacidad adaptativa y una heterodoxia que combine disciplina macroeconómica, preocupaciones de corto y largo plazo, bastante Estado y mucho mercado a la vez, dosis razonables de nacionalismo económico, políticas sociales renovadas y una gran transformación microeconómica y educativa que refuerce las capacidades productivas y de emprendimiento de las mayorías.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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Outsider

/ 6 de mayo de 2023 / 09:07

En el cotilleo político del último tiempo se discute bastante la posible aparición de un outsider que modifique súbitamente el escenario electoral en 2025. Algunas encuestas recientes y varias experiencias en la historia política latinoamericana alimentan esas suposiciones. Sin embargo, las condiciones y características de esa posibilidad son menos evidentes de las que se supone.

Usualmente, un outsider suele ser un o una candidata que no pertenece al elenco de dirigentes políticos tradicionales o incluso que no habría ejercido antes algún cargo electivo o gubernamental. A veces, se califica también de esa manera a personajes que durante su campaña electoral se apartan de los discursos y temáticas convencionales, o se apoyan más en estructuras o redes informales alejadas de los aparatos partidarios ya establecidos.

En Sudamérica, el Perú es evidentemente el mejor ejemplo de ese fenómeno desde la elección sorpresiva de Fujimori en 1990, un desconocido profesor universitario de origen japonés a solo meses de su consagración como presidente. Bolsonaro y Castillo también podrían ser clasificados pese a que contaban con el apoyo de pequeñas estructuras partidarias, aunque sus propuestas y figuras fueran más bien marginales antes de sus rápidos triunfos electorales.

Casi todos sustentan sus aventuras electorales en un rechazo radical a las dirigencias políticas tradicionales, aprovechando la desconfianza e insatisfacción creciente con el funcionamiento de los partidos y de varias de las instituciones clave de la democracia. Como se puede observar, el signo ideológico no es un rasgo determinante, algunos se sitúan en el terreno de la izquierda y otros en la derecha.

En Bolivia, la experiencia que mejor se adecua a ese perfil es la de Carlos Palenque y tal vez Max Fernández en los años 90 del anterior siglo, aunque ninguno de ellos llegó a la presidencia. Aunque algunos sugieren que Evo puede ser catalogado también como un outsider, su larga presencia en la vida política en su calidad de dirigente cocalero y luego como diputado y candidato presidencial dificultan que se lo califique de esa manera, aunque sus propuestas, perfil y campaña eran evidentemente rupturistas con el establishment que hegemonizaba el poder en el periodo de la democracia pactada.

Encuestas recientes indican un notable crecimiento de la insatisfacción y una erosión fuerte de la confianza en todos los dirigentes políticos del oficialismo y las oposiciones. Al mismo tiempo, un apreciable porcentaje de ciudadanos manifiestan su deseo de un “candidato nuevo” y se resisten a elegir entre el elenco de los candidatos habituales. Hay pues condiciones para la emergencia de un outsider, pero eso no es suficiente.

El deseo de la renovación es natural en cualquier sociedad, pero su traducción en votos no es automática. Importa mucho la fuerza del personaje que no tiene quizás tanto que ver con sus rasgos o experiencias propias, sino con su adecuación a los humores mayoritarios que predominan en la sociedad en esa coyuntura.

Es decir, es insuficiente ser alguien por fuera del sistema o incluso crítico severo del mismo, lo determinante es comprender los sentimientos de malestar y/o las expectativas sociales para que tanto la imagen como el discurso que se transmiten respondan y sean coherentes frente a ellos.

Desde esa perspectiva, hay una cuestión estratégica inevitable que cualquier aspirante a outsider tendría posiblemente que plantearse: ¿desde qué lugar propondrá una superación del actual escenario político? ¿desde algunos de los extremos, como Milei lo está intentando con su liberalismo radical en Argentina, o desde un centro o lugar indefinido, pero claramente diferente de las fuerzas tradicionales como supo hacerlo magistralmente Bukele rompiendo el bipartidismo histórico ARENA (derecha) y FMLN (izquierda) en El Salvador?

Por otra parte, la estrategia es solo un primer paso, queda la gran incógnita sobre la viabilidad electoral de un personaje por fuera de los partidos y fuerzas sociales tradicionales en un país territorialmente muy diverso, con culturas políticas locales bastante arraigadas y con apenas dos años hasta la elección de 2025. Aunque las redes sociales tienen hoy la capacidad de amplificar muy rápido la información, las estructuras sociales e imaginarios tradicionales siguen teniendo una gran importancia en nuestro país, no hay que subestimarlos.

Hay pues límites reales y grandes incógnitas estratégicas para un despliegue exitoso de cualquier novedad política hasta 2025, aunque es evidente, por otra parte, que hay una notable fatiga que está generando condiciones muy favorables para este tipo de experimento.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.

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