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Comprar tiempo

Verónica Córdova, hoy cineasta de marcada y personalísima trayectoria y columnista de LA RAZÓN y ayer compañera de curso en la Universidad Católica Boliviana y poco después entrañable amiga que nos mandaba (a Toto Loayza, a Claudio Rossell y a quien escribe) canciones de Silvio Rodríguez y reflexiones políticas desde San Antonio de los Baños mientras esculpía su perfil cinematográfico en Cuba, me dijo hace ya algunos años lo que ella hace con el dinero. Me dijo con su voz serena y sus formas sencillas que hay que saber invertir el dinero que tanto nos cuesta a quienes trabajamos para ganarlo: no hay que malgastarlo, hay que “biengastarlo”. Y que para ella el dinero mejor invertido es el dinero que sirve para comprar tiempo. Abrí grandes los ojos ante tal revelación. Se acababa de abrir esa tarde la fórmula de la fortuna.

Comprar tiempo. Significa esencialmente vivir de la mejor manera la vida finita que nos regala el universo siempre generoso. Significa comprar buenos recuerdos. Significa poner el poco o no tan poco ahorro en dibujar momentos imborrables con nuestros seres íntimos. Son, al final del día, las grandes postales que trascienden la propia muerte. El filósofo Paul Ricoeur postuló en los tres largos tomos de Tiempo y relato que el tiempo solo puede ser tiempo humano cuando es tiempo narrado. Sin ninguna musculatura filosófica e inspirada en la receta financiero/temporal de Verónica, me atrevo a decir que el tiempo humano es el tiempo narrado y el tiempo bien recordado. Y el dinero bien invertido es el dinero que imprime los más coloridos lienzos de nuestra larga vida si es bien vivida.

Como el tiempo que le regalé a mi hijo por sus flamantes quince años: unos días en Cochabamba con su mamá, su abuela y la perrita Dalia. Perder el vuelo debido al embotellamiento en el último semáforo alteño que conduce al aeropuerto, ver a Dalia estrenando el pasto cochabambino, descubrir el escabeche a media tarde en el popular restaurante de doña Leo, los minibuses de a dos pesos, la piscina tibia bajo el sol, el encuentro con el compañero de curso del quinceañero (cortando así y sin permiso las inclemencias de la no/educación a distancia), dejarse tentar por el jugo vitamínico en el puestito callejero frente al reloj de las flores a mediodía… El dinero mejor invertido. Un almuerzo con nuestros incondicionales amigos alargado a punta de risas hasta el final de la tarde es otra gran operación. Sentarse con la mejor compañía y poner jamones y quesos vigilados por una botella de vino. Cine y pizza con rodajas de tomate fresco perfumados en aceite de oliva y sal. Qué hermosa puede ser la vida cuando nos damos cuenta.

El otro lado de esta misma moneda, el tiempo malgastado. No es otra cosa que el tiempo que nos envenena, el tiempo tóxico (tan nocivo como las personas tóxicas de la familia, de nuestro lugar de trabajo o el frío mostrador de “atención al cliente” de una empresa de telecomunicaciones). ¿Cómo se viste este tiempo contaminado? Tienen que ser cientos de mantos que lo cubren. Los estudios sociológicos volcados al tema deben tener ya mapeadas las grandes tendencias. No hay que ser un entendido para entender que nos carcome a diario la mala vibra de las redes sociales. Lo admiten los programadores de estos grandes inventos digitales: son empresas que cotizan en el mercado y tienen que mostrar a la selva financiera la mayor cantidad de clientes circulando por sus dominios y eso se logra fundamentalmente con las posiciones polarizadas, con los enfrentamientos de toda índole, con las peleas de perros en las redes. Así, las empresas ganan mucho dinero para volver a invertir mientras nosotros perdemos minutos y minutos hasta traducirse en horas. Al final del día, son horas malgastadas haciéndonos de mala sangre. Pasa algo similar con la espiral de la información general: buscamos estar al tanto de la actualidad y en eso no hay pecado; millones en el mundo prefieren lugares como Facebook en lugar de medios de comunicación más tradicionales y con certificación de autenticidad, tampoco hay pecado; nos enredamos casi sin darnos cuenta o sin querer queriendo en los brazos de la especulación, de la farándula que se pretende información relevante y en el lodo de las noticias falsas, en eso hay pecado capital. Los pecados capitales como éste son imperdonables porque tengamos ocho, cuarenta y nueve o setenta y dos años, lo que no sobra es tiempo; tenemos tanto por vivir, tanto por compartir con los nuestros, tanto por reír, tanto por bailar, tanto por soñar, tanto por amar. Necesitamos tiempo para trabajar, disfrutarlo y comprar tiempo, como me reveló aquella tarde mi amiga Verónica.

Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.