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Bolsonaro quizá no acabe con nosotros

TRIBUNA

No sé si es porque al fin me aplicaron la primera dosis de la vacuna contra el COVID-19 —quizá la esperanza sea un efecto secundario de la vacuna de AstraZeneca—, pero por primera vez en esta larga pandemia, siento que el presidente Jair Bolsonaro quizá no logre acabar con todos nosotros.

Sí, lo está intentando con todas sus fuerzas: hemos registrado más de 560.000 muertes hasta el momento —somos el segundo lugar con mayor número de víctimas en el mundo después de Estados Unidos— y la variante Delta está en camino. Desde el principio, el Presidente saboteó los intentos de frenar la transmisión del virus, patrocinó tratamientos ineficaces, ayudó a difundir noticias falsas y permitió, a causa de su negligencia, que otra variante del virus se extendiera.

Sin embargo, ni siquiera Bolsonaro pudo acabar con el amor inquebrantable que los brasileños sienten por las vacunas. A pesar de todo no hemos sucumbido ante la desesperación. Al contrario, seguimos siendo de los ciudadanos más entusiastas respecto de la inoculación en el mundo.

No siempre ha sido así. En diciembre pasado, casi uno de cada cuatro brasileños pensaba rechazar la vacuna. A finales de marzo, el número había disminuido de manera drástica hasta llegar al 9%. En julio, la cifra había bajado al 5%, lo que sitúa al país entre los países que mejor han aceptado la vacunación en el mundo.

De hecho, me di cuenta el otro día de que no conozco personalmente a nadie que no vaya a vacunarse, incluso entre los que votaron por Bolsonaro y aún lo defienden, y los que inicialmente dudaban. No es solo en mi círculo social: el hijo mayor de Bolsonaro recibió hace poco su primera dosis. Hace unos meses, el jefe de gabinete del Presidente fue captado por una cámara admitiendo que se había vacunado “en secreto”. Otro ejemplo emblemático de las ansias por la vacunación de los brasileños fue que un fugitivo de la Justicia, en lugar de escapar a las colinas, se formó en una fila de vacunación, pero fue detenido antes de lograrlo. (¡Lo siento por él!).

Eso no significa que el resto de nuestra trayectoria en esta pandemia sea menos trágica: seguimos registrando cerca de 1.000 muertes por COVID-19 al día. El país sigue luchando por adherirse a algunas de las medidas más básicas para frenar la transmisión del virus, y fracasa de manera rotunda con algunas otras, como las pruebas masivas y el rastreo de contactos. Sin embargo, simplemente no tenemos suficientes vacunas.

No olvidemos —nunca— el hecho de que el Ministerio de Salud ignoró 101 correos electrónicos de Pfizer, en los que la farmacéutica le ofrecía vacunas, según la investigación parlamentaria sobre la gestión gubernamental de la pandemia. También rechazó 42,5 millones de dosis de COVAX, mientras el Gobierno intentaba sacar adelante acuerdos ocultos de vacunas, potencialmente corruptos.

Como resultado, mientras nuestro sistema sanitario podría haber vacunado con facilidad a más de dos millones de personas al día, algunas ciudades siguen quedándose sin dosis. El despliegue sigue siendo dolorosamente lento; seis meses después, solo el 21% de la población tiene el esquema de inmunización completo.

No obstante, la esperanza es inequívoca. Después de todo, parece que ni siquiera uno de los peores líderes del mundo —con sus planes descabellados, su incompetencia y sus noticias falsas— fue capaz de hacer tambalear la confianza de los brasileños en las vacunas y en nuestro sistema de salud pública. Incluso quizá vivamos lo suficiente para verlo perder su puesto.

Vanessa Barbara es escritora y columnista de The New York Times.