Fatigados
El país necesita esclarecer la verdad histórica acerca de la crisis política de 2019-2020 y sancionar y reparar las violaciones de derechos humanos que se produjeron en esos años. Esa tarea tendría que realizarse con madurez, pedagogía y con una acción institucional sobria, eficaz y respetuosa del debido proceso. Entendiendo, además, que es uno de los componentes de una agenda más amplia de problemas públicos que la política debe tratar.
En amplios segmentos de la población empieza a aparecer una preocupante desconexión, confusión e incluso cierta fatiga por el giro que está tomando el debate en torno a la cuestión de si hubo fraude electoral o un golpe durante la crisis de 2019.
Debo aclarar que considero que la pretensión de algunos de olvidar lo que sucedió en esos días aciagos no solo es injusta sino imposible. Tampoco se pueden evadir las graves violaciones de derechos humanos y excesos que se cometieron, con particular intensidad en el gobierno de Áñez, nada los justifica. Su investigación, sanción y reparación son una obligación moral y política del Estado.
En síntesis, la dimensión sociopolítica y sentimental de lo que pasó en 2019-2020 fue tan grande que sería un error evitar su discusión en nombre de una reconciliación improbable, que, en todo caso, no será viable si unos y otros no escuchan lo que sus adversarios sufrieron, sintieron o percibieron en medio del conflicto. Ejercicio naturalmente polémico, contradictorio y hasta doloroso.
Estas eran cuestiones que iban a emerger, tarde o temprano, en la agenda política. Pensar lo contrario, fue una gran ingenuidad. La cuestión crítica era la manera como ese proceso se iba a desarrollar y resolver. Los peligros que acechaban en esa ruta tampoco eran desconocidos: las debilidades de nuestro incorregible sistema judicial, las desatadas pasiones de los radicales, la simplificación que fomentan cotidianamente redes sociales y medios partidizados y nuestro gusto por un discurso plagado de excesos verbales.
A meses de iniciado el debate, el panorama no es el mejor, los peligros descritos han aparecido en mayor o menor grado, reforzados, además, por una secuencia de eventos que aturde. Entre revelaciones varias, sucesos imprevistos, reportes de toda laya, idas y venidas de voceros esforzados en imponer “sus narrativas”, operaciones mediáticas de desinformación e instrumentalizaciones diversas, se hace cada vez más difícil al ciudadano común ubicarse en el embrollo. Se instala poco a poco la duda.
Por si esto no fuera poco, todo se está produciendo en un momento en el que la pandemia persiste en sembrar incertidumbre y en el que las angustias cotidianas sobre aspectos prácticos de la vida siguen siendo intensas. Es, en consecuencia, comprensible el aburrimiento o la irritación de muchos frente a una imagen mediática de una política y una élite dirigente que parece obsesionada en un monotema, el cual está además resultando ilegible y alejado de las preocupaciones mayoritarias debido a la confusión y exhibicionismo con el que está siendo discutido y tratado.
Si estos sentimientos se instalan durablemente, no únicamente se habrá erosionado la confianza en toda la clase política y el Gobierno, sino se habrá debilitado la oportunidad para construir el imprescindible consenso histórico y diálogo sobre lo que nos pasó como sociedad en 2019-2020.
No se trata de dejar de debatir la cuestión del fraude-golpe o tapar los delitos de los violadores de derechos humanos, sino recuperar algo de la prudencia, la pedagogía y la empatía que el discurso público parece haber olvidado en el fragor de la polarización, alentar un funcionamiento razonable de la justicia y sus operadores, y obviamente atribuirle similar pasión y movilización a las preocupaciones prácticas de los bolivianos y bolivianas de a pie, que, a ratos, se sienten atrapados en una crisis sin salida.
La cosa se pondrá fregada cuando la gente se canse de esperar, se hastíe del espectáculo y llegue a la conclusión de que la culpa de ese malestar no es la pandemia, sino sus dirigencias insensibles. Estamos, creo, a tiempo de evitarlo.
Armando Ortuño Yáñez es investigador social.