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Las lágrimas de Lionel

Primeras horas de la mañana en Sudamérica. De pronto, hasta para una no futbolera como quien escribe, parecía que el centro del mundo se instalaba en esa sala del FC Barcelona. Un parco presentador de la conferencia de prensa anuncia, en catalán, la intervención de Messi. Poca gente para tamaño astro; su pareja y sus tres hijos en primera fila; sus compañeros sentados en algún lugar de la sala. Se esperaba a un Messi sereno, por lo menos en los primeros minutos, sereno. Pero contra todo pronóstico, no entró el seis veces Balón de Oro, entró Lionel.

Lo vi y me vino a la mente un texto de un columnista de LA RAZÓN, Jorge Barraza, a propósito del cumpleaños del gigante de las canchas. Un diálogo en el que el primer profesor de ese pibe menudito le decía que si no pasaba la pelota, no había partido. Lo vimos hace contados días y nadie se despistó con ese Messi metido en un terno azul nostalgia y con el único escudo de su cubreboca cuando lo que necesitaba era un cubrecorazón y nos dimos cuenta, millones, de que no era el diez de 34 años quien intentaba hablar en el micrófono. Había entrado el chico de trece años que arañaba, hace más de dos décadas, una oportunidad en el prestigioso Barça. Lo vi y mi corazón inamoviblemente maradoniano se abría con maternidad a un Lionel que salía ante las cámaras ya destrozado. Lloraba sin consuelo un niño que ya no jugaría en su campo, lloraban sin remedio sus compañeros que ya lo sabían ausente. Mientras tanto, el presentador repetía con voz de hielo que el jugador tomaría la palabra y que posteriormente vendría una ronda de preguntas. Le faltó decir que el Barça quería que todo acabe pronto para poder sacar de sus muros la imagen enorme de su artista veloz, ágil, hábil, certero, mago, goleador hasta el cansancio. Que hable y que se vaya. “Le haremos el homenaje que quiera”, dijo una de las voces autorizadas del club de toda su vida. Pero ni con diez presentadores. Ese niño rosarino se quebraba en una intragable tristeza y los segundos buscando tapar el llanto escribían la eternidad más gris del último tiempo del planeta del fútbol. Presa su voz en esas franjas rojas y azules que lo mecieron desde su infancia, admitió que hace un año sí quería irse pero ahora no, así de contradictorio, así de simple. Hablaba el niño, sentía el niño, lloraba el niño. En la otra esquina de la ruptura: Laporta. Qué gran apellido para tirarle la puerta en la cara a Leo en el último minuto. ¿Que el asunto es mucho más complejo de lo arriba descrito y que hay capítulos anteriores que no hay que olvidar como no hay que pasar por alto los millones que van y vienen en las narices de un planeta empobrecido por la pandemia? Cierto. Pero de que el Barça le daba una fuerza emocional al ya bien esculpido héroe que lo abrigó con 35 copas, también. 

Propongo para este domingo este más que comentado episodio porque resulta casi inverosímil que el gigante del fútbol, con una carrera trabajada con rigor, con pasión, con sed de arco, con timidez, con alegría de niño y después de haber vivido una gloria después de otra y de haber ganado un millón multiplicado hasta donde no llega nuestra imaginación, la vida lo ponga contra la pared. Ya no juegas aquí, ya no entras al campo, ya no tienes estos compañeros y ya no tienes esta camiseta. Ni los trofeos ni el dinero pueden nada cuando se lastima al niño. No hay vacuna contra las lecciones de la señora vida; ella nos desafía cada día, nos plantea acertijos, nos pone a prueba. Como dijo Eduardo Galeano, para tener aliento, hay que tener desaliento; para levantarse hay que saber caerse; para ganar hay que saber perder. La vida es así. Lo sabe el pequeño Lionel, hoy abrazado por un París enamorado del Messi de 34 que acaba de sufrir el golpe más duro. Paris vaut bien un Messi (París merece un Messi) tituló un impreso francés; Messi beaucoup, acertó otro medio especializado; el número de seguidores del Paris Saint-Germain crece que da miedo; la camiseta con el 30 de Messi ya es un fenómeno; la fiesta en las calles francesas le terminan de secar las lágrimas al rosarino que tendrá que acostumbrarse a los ángeles y demonios que habitan la ciudad de las luces. Mira por la ventana y le sale una sonrisa que consuela a millones en el mundo.

Mientras tanto, en la ciudad de El Alto, a María, una trabajadora del hogar, le dijo su hijo: “Si de verdad eres mi mamá, me vas a comprar la nueva camiseta de Messi con el número 30”. Me la compraré también. Por la esperanza de un mañana.

Claudia Benavente es doctora en ciencias sociales y stronguista.