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Un golpe es un golpe, es un golpe

Dicen que la historia la escriben los vencedores: los vencedores de las grandes luchas históricas. Y con cada nueva lucha, con cada nueva época se renueva nuestra responsabilidad ante las narrativas dominantes, de revisarlas, y de ponerlas a prueba. Es justamente por eso que las grandes luchas históricas siempre fueron al mismo tiempo luchas por la primacía de narrativas, y muchas veces fueron luchas de reivindicación de los puntos de vista históricamente reprimidos, omitidos, exterminados.

Hay quienes sospechan que la verdad histórica no sería ni más ni menos que un punto de vista. Hay quienes dirán que la verdad en sí es relativa. Pero no nos confundamos: lo “verdad-ero” sí es una cualidad relativa. Relativa a una suerte de verdad pre-existente. La verdad por el otro lado, es una condición. Es más, desde el punto de vista de lo verdadero, la verdad es una condición necesaria. Y es una condición histórica y contextual. Hay verdades escritas con las plumas más finas y hay verdades forjadas a balazos. Pero desde el punto de vista de nuestra historia y nuestro contexto, sí existe aquella verdad única e irrefutable, la más irreverente y escandalosa de nuestra biografía política como país: el hecho que caminar se aprende a porrazos. A golpes.

Si nuestro país sería un niño, sería uno de aquellos niños con muchos moretes y aún más cicatrices, un niño incansable que cae y vuelve a caer, y que siempre se levanta, uno de aquellos niños que más cansado está más berrinche hace. Y hay una verdad en esos porrazos, en esos golpes, una verdad que no es logocéntrica, que no es polisémica, que no es cuestión de interpretación: La historia no solo es expresión escrita de los que saben escribir y por eso se creen mejorcitos, de los que dominan los medios de comunicación y tienen las bibliotecas grandes. La historia también se escribe en nuestros cuerpos, en todos nuestros cuerpos y en todos nuestros sentimientos. Es aquí donde se escriben las historias cuyas palabras siempre quedan cortas, las historias visibles e invisibles, los placeres y los traumas, los miedos y las esperanzas. Es aquí que resuenan los cantos de gloria y se ahogan los llantos. Es aquí donde se acumula su verdad.

Quien ha sufrido dolor, por ejemplo, sabe que su verdad no es para nada relativa, por lo contrario, su verdad es absoluta, así con el miedo, así con el duelo: La verdad del golpe, es un golpe en el bajo vientre de una joven mujer esposada a una cama carcelaria, condenada a perder un embarazo ante los ojos de toda una nación. La verdad del golpe son los golpes en las gargantas de quienes lloran por sus familiares asesinados. La verdad del golpe son 40 impactos letales en las cabezas, en los torsos, y en las vidas de los que estuvieron en primera línea en Sacaba y Senkata en defensa de la democracia. La verdad del golpe es un golpe a la dignidad de la mayoría de la población, al ver uniformados del Poder Ejecutivo pisoteando y quemando la wiphala, nuestro símbolo patrio, en público.

Desde el punto de vista de la democracia, no hay discusión si hubo golpe de Estado o no lo hubo. Todos sabemos que en las elecciones presidenciales de 2020, probablemente las elecciones más íntegramente observadas por organismos internacionales en la historia en nuestro país, no solo se votó por un presidente, vicepresidente y representantes en el Legislativo, sino también se votó por una narrativa sobre lo que habíamos vivido el año anterior, entre octubre 2019 y octubre 2020. El voto valía para quienes queríamos que cuenten la historia: nuestra historia. Y el resultado fue contundente. Con 55,1%, el MAS ganó prácticamente duplicando el número de votos de la segunda fuerza en las urnas (28%), que defendía y sigue defendiendo una narrativa contraria. Históricamente, bajo condiciones de elecciones democráticas entonces, la narrativa del fraude fue derrotada por la narrativa del golpe.

La verdad no es que la una o la otra tenga razón. Nuestra verdad es la contradicción entre una narrativa propagada por una minoría y otra defendida por la mayoría. El peligro para un gobierno democráticamente elegido no es lo que tenga para decir la oposición, pero sí las medidas que una minoría es capaz de tomar para atentar contra la voluntad de la mayoría, una mayoría democrática que después de un año de humillación finalmente pudo dignificarse en las urnas. La verdad es una condición histórica, no una palabra más o menos cierta.

Max Hinderer Cruz es filósofo y vive en La Paz.