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Informalidad y… ¿felicidad?

Se escribe mucho sobre la informalidad y muy poco sobre la felicidad que es entre otras cosas el fin primordial que todo ser busca en su paso por este valle de lágrimas, como dirían algunos agoreros. Cuando se dice que en Bolivia el sector informal de la economía ya sobrepasa el 80%, cabe preguntar: ¿por qué además de la innata necesidad de sobrevivencia, la gente prefiere alejarse de los cánones y reglas de la economía formal para cumplir su cometido? Observe a la gente en un banco, en una oficina de impuestos o en una dependencia oficial, observe los rostros serios, las cejas fruncidas, la impaciencia en sus movimientos y compare con los rostros de la gente en una feria, en una kermés o en un mercado vecinal, vea los rostros alegres de los que compran y de los que venden, su comportamiento relajado, sus movimientos amigables, su felicidad. ¿Por qué la diferencia?

La economía y especialmente el comercio, nacieron informales, desde el trueque de especies y objetos de valor de los primeros grupos humanos, pasando por el tiempo de conquista de tierras de los imperios primigenios y hasta la colonización de éstos por las potencias militares emergentes en cada época, toda la economía se movía en base a valores relativos y a la supremacía del más fuerte. Pero había que financiar las aventuras de reyes y soberanos y de la burocracia de los gobiernos de turno después; la fuente de este financiamiento no podía ser otra que la generación de tributos y después de impuestos y así, se formó el entramado complejo que hoy denominamos “economía”. No es objeto de esta columna el entrar en mayores detalles sobre este asunto, solo puntualizar que con el paso del tiempo este entramado se complejiza cada vez más y las obligaciones crecen para la gente en relación inversa a los beneficios que obtiene por ejercer una actividad económica formal. Ese es, en mi opinión, el origen de lo que después se llamó informalidad: renegar del sistema y sus obligaciones para obtener mayor beneficio personal. Se la puede calificar como se desee pero está ahí gozando de buena salud y creciendo, de manera especial en los países en vías de desarrollo, eufemismo que engloba a países pobres, subdesarrollados y “bananeros”. Ese es el reto al que como país nos enfrentamos si no queremos terminar siendo un Estado informal.

Generalmente se asocia el sistema de desarrollo actual con las catastróficas consecuencias ambientales y sociales que vivimos, y se añora la simplicidad y el calor humano que acompañaron al Medioevo y al Renacimiento, como describe W. Bluske en su libro humorístico Subdesarrollo y Felicidad (Khana Cruz SRL. 1976), las costumbres y el buen pasar de la gente en mi tierra Tarija cuando era un pueblo feliz anclado en el tiempo, tierra de bucólicos paisajes, de donde salieron poetas, cantores, también políticos e ilustres profesionales de fama y prosapia que dieron renombre a esas tierras. Pero eso es harina de otro costal, la informalidad no hace pueblos felices aunque aquellos que la practiquen vivan algo parecido a esas mieles. Como país debemos reconocer que es el sistema el que tiene que cambiar y debemos hacerlo, la lucha brutal por acumular riqueza a cualquier costo está llevando a la humanidad al borde del abismo. Estas líneas un poco diferentes a los comentarios habituales de esta columna, solo buscan generar un tiempo de reflexión sobre lo que como nación nos espera si no cambiamos positivamente.

Dionisio J. Garzón M. es ingeniero geólogo, exministro de Minería y Metalurgia.