Llega el otoño de la ansiedad
En los embriagadores días de la primavera, cuando Estados Unidos vacunaba a tres millones de personas al día, el presidente Joe Biden predijo un “verano de alegría”. Pero, entonces, la campaña de vacunación se estancó y la variante Delta alimentó una nueva ola de infecciones, hospitalizaciones y muertes.
No hay ningún misterio sobre por qué ha ocurrido esto: es político. Según una encuesta reciente de NBC, el 91% de quienes votaron por Biden se han vacunado, mientras que solo el 50% de quienes votaron por Trump lo han hecho. También lo podemos ver en el número de muertes: los estados demócratas se parecen más a Canadá o Alemania que a Florida o Texas.
Y, como podemos observar, además de matar a la gente, el resurgimiento del COVID-19 por motivos políticos también tiene consecuencias económicas. El informe de empleo de agosto no fue terrible (la recuperación no se ha estancado), pero sí fue decepcionante. Y aunque, como siempre, hubo cierta controversia sobre lo que nos indican las cifras exactamente, y algunos economistas laborales se opusieron a que se tratara de una historia estrictamente relacionada con la variante Delta, la mejor apuesta es que el resurgimiento del virus fue el mayor factor de la decepción, ya que la gente redujo sus salidas a comer, sus viajes, etcétera.
El impacto económico no parece tan grave como el que experimentamos en las primeras olas de la pandemia. Esa es la buena noticia. La mala noticia es que en esas olas anteriores, Estados Unidos hizo un trabajo increíblemente bueno para ayudar a quienes padecían las consecuencias económicas. En esta ocasión no es así.
Dado el historial de Estados Unidos de no ayudar a los necesitados, nuestra respuesta inicial a la pandemia fue casi un milagro: subsidios por desempleo generosos, cheques para la mayoría de los hogares, la extensión de otras prestaciones. ¿Por qué fue posible esto en términos políticos? En parte, creo, porque al principio incluso muchos conservadores veían el desempleo ocasionado por la pandemia como un acto de Dios, no como una falta personal de los desempleados. En parte, también, los progresistas tenían ideas sobre qué hacer, mientras que el gobierno de Trump y sus aliados no tenían ni idea.
En todo caso, el resultado fue extraordinario: a pesar de la enorme pérdida de empleos, la pobreza se redujo.
No obstante, el más importante de los programas de alivio de la pandemia, las prestaciones mejoradas por desempleo, ya expiró y no hay posibilidades de renovación, dadas las brutales divisiones políticas y el regreso de los republicanos a su opinión de que ayudar a los desempleados los vuelve holgazanes. Si hubiéramos tenido el verano de alegría que nos prometieron, esto no sería tan malo. Pero el estancamiento de la campaña de vacunación provocó el resurgimiento del virus que está frenando la economía.
Ahora bien, el otoño pasado hubo una interrupción en la mejora de las prestaciones por desempleo y, en su mayor parte, las familias salieron adelante. Muchos habían acumulado ahorros en 2020 y esto les sirvió de ayuda hasta que se restablecieron las prestaciones en diciembre. Y tal vez, solo tal vez, esto no salga tan mal. Los datos apuntan a que la ola Delta está remitiendo y que el vigoroso crecimiento del empleo puede reanudarse a tiempo para rescatar a los desempleados.
Pero tal vez no. La política ya nos ocasionó una tragedia completamente innecesaria: miles de muertes evitables a pesar de la fácil disponibilidad de vacunas que salvan vidas. Y puede que además estemos a punto de sufrir una tragedia económica gratuita.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía y columnista de The New York Times.