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Vienen los indios

En La Paz hay una ausencia ensordecedora de memoriales, mojones, monumentos o marcas que recuerden el evento más traumático que vivió la ciudad: el Cerco de Tupaj Katari y Bartolina Sisa en 1781. En los museos municipales solo encontramos un diorama que muestra a Katari atado de pies y manos a cuatro caballos a punto de salir corriendo; y una pintura de Florentino Olivares pintada en 1888.

La pintura es prácticamente un mapa de la ciudad en la época, visto desde arriba. Las calles de la ciudad española están desiertas. Solo se ve vida a lo lejos, en los barrios de indios, las laderas circundantes y en la Ceja de El Alto: grandes batallones de rebeldes embanderados, caballos, ganado, tiendas de campaña. Todos miniaturizados por la distancia, esbozados, sin detalle, amenazantes y difusos como sombras.

Extraño memorial que no retrata el hambre ni el sufrimiento de los asediados, solo el miedo. No representa el heroísmo de los vencedores, solo el acecho. No ensalza, ni lamenta, ni explica, ni recuerda: solo congela en el tiempo la disposición de los actores en el escenario de la contienda. Abajo, en la ciudad blanca, ordenada, dispuesta en manzanos diáfanos, los “ciudadanos” se esconden bajo los techos colorados de sus viviendas. Arriba, en las laderas y las montañas, acecha la multitud sin forma, el desorden natural, los “salvajes”.

Un episodio tan espectacularmente dramático como el Cerco, en cualquier otro contexto sería insistentemente memorializado en los discursos simbólicos que conforman una ciudad. Pero eso no sucede en La Paz. El discurso oficial de la historia, como el cuadro de Olivares, cuenta los eventos desde arriba: en una perspectiva fría, deshumanizada, arquitectónica. Las marcas del Cerco se han borrado de la ciudad porque su historia se ha erigido sobre un punto de vista colonial. Los habitantes de La Paz republicana y los habitantes contemporáneos, al recontar los hechos del Cerco se identifican con los españoles y criollos asediados, nunca con los indígenas triunfantes. Tupaj Katari es el Otro, el peligroso, el salvaje. Sus ejércitos, lejos de ser patriotas que luchan contra el dominio español, son hordas irracionales que simbolizan peligro, hambre y muerte.

En noviembre de 2019 La Paz y sus habitantes revivieron y dramatizaron ese cerco mental, que nos ha enseñado a mirarnos a nosotros mismos con ojos de españoles. En la tarde del 11 de noviembre el periódico Página Siete publicó que “una turba de ponchos rojos al grito de ‘guerra civil’ se aproxima al centro de La Paz”. Bajo esa alarma se evacuó a los legisladores de la Asamblea Plurinacional y se estableció un bloqueo perimetral que impidió a los asambleístas del MAS regresar a sus curules, propiciando que la sucesión presidencial del 12 de noviembre se diera en su ausencia. Bajo esa alarma la Policía, afirmando haber sido rebasada, pidió ayuda al Ejército para controlar la situación social. Bajo esa alarma se justificaron las maniobras conjuntas entre ambas fuerzas, con el resultado de decenas de muertos y centenares de heridos en Sacaba y Senkata.

Durante la noche de ese mismo lunes 11 de noviembre, circularon en redes sociales mensajes desesperados clamando que “turbas masistas” y “hordas de El Alto” se aproximaban a los barrios de la ciudad. Vecinos histéricos tocaban los timbres y golpeaban las puertas pidiendo que salgan todos a las barricadas. Que traigan maderas y calaminas, que quemen llantas, que se organicen para defender su casa y a su familia. ¿Defenderse de quién? ¿De qué? ¿Qué pensaban de sus vecinos los habitantes de la ciudad blanca, ordenada, dispuesta en manzanos diáfanos? ¿Qué intención le atribuían a los “ponchos rojos” o a los “alteños” o quien fuera que vive y acecha desde las laderas y las montañas que rodean la ciudad?

La disposición de los actores en el escenario sigue congelada en el tiempo. Ese miedo ancestral, congelado en la pintura de Olivares, reproducido en el silencio sobre el Cerco de 1781, cíclicamente resucitado y transmitido de generación en generación, es lo que nos impide superar el racismo que corre por nuestras venas.

Cuando miramos el diorama con Katari a punto de ser descuartizado por cuatro caballos ¿qué sentimos? ¿Miramos con horror, con lástima, con el nudo en la garganta que genera la injusticia? ¿O miramos con un breve destello de victoria en la mirada? ¿Se lo merecía por alzado, nos decimos? ¿Se lo merecía por terrorista, porque quería hacer estallar la planta de Senkata?

Verónica Córdova es cineasta.