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Los códigos QR, ¿solución o problema?

El rapero Travis Scott sorprendió a sus fans en julio con 250 drones que dibujaron, en el cielo del escenario en que estaba actuando, un código QR que conducía a un link de Spotify. Un año antes la artista catalana Joana Moll criticó en su proyecto Ultimate Solvers que las corporaciones hayan aprovechado la pandemia para vendernos nuevos dispositivos, nuevas distancias.

Esas dos actitudes aparentemente antagónicas —beneficiarse de las últimas tecnologías o ponerlas en tela de juicio— conviven en la relación de cada uno de nosotros con nuestros teléfonos móviles. ¿Debemos abandonar la firma analógica, el dinero en metálico, los documentos en papel? ¿Tienen que ser la mayoría de nuestras interacciones, por defecto, digitales? Los códigos QR —llamados así porque sus siglas en inglés significan Quick Response Code o Código de Respuesta Rápida— contestan afirmativa e irreflexivamente a esas preguntas. Se han consolidado como un puente entre el viejo y el nuevo mundo, entre el físico y el virtual.

Pero a menudo las soluciones de hoy se convierten en nuevos problemas pasado mañana. Si permitimos que todas nuestras transacciones y experiencias se produzcan a través de dispositivos automatizados, precipitamos la disminución de la interacción física, de la conversación y de la negociación.

Contribuimos así a que sean cada vez mayores el aislamiento humano y la brecha digital. Como tantos otros hábitos tecnológicos de los últimos años, los códigos QR han sido normalizados sin debate, reflexión o formación previos.

La conexión sin cables, a través del wi-fi o de bluetooth, ya formaba parte de nuestra vida cotidiana antes de la pandemia. Siguiendo esa lógica wireless y contactless—inalámbrica y sin contacto—, la tercera década del siglo va a asistir a la implementación del internet de las cosas, que supondrá la conexión entre objetos, electrodomésticos y dispositivos a través de sensores y diversos tipos de códigos (como el de barras o el propio QR). Se va a ir tejiendo una maraña de relaciones tecnológicas a distancia que va a alejarnos todavía más a los unos de los otros.

A menudo, cuando acercamos el lector óptico de nuestros móviles a un código QR o cuando alguien escanea el nuestro, estamos compartiendo nuevos datos. Así sacrificamos nuestra privacidad en aras de mantenernos a salvo del contagio. La dilatación de la pandemia no hace más que incrementar la separación entre los cuerpos.

En un mundo tactofóbico, de pronto casi desnudo de papel, los códigos QR se han extendido tanto en el ámbito informal —los menús— como en el burocrático — los certificados, las transacciones—. Son los interfaces que conectan nuestro presente con un futuro cercano en que habrá mucho menos contacto físico. Paradójicamente, la hiperconexión macro y global está provocando una desconexión en el ámbito más cercano.

Hay que preguntarse, en cada caso, qué es lo que realmente nos conviene. Las soluciones pueden convertirse en nuevos problemas. Los códigos QR están viviendo su edad de oro durante la pandemia. Porque en estos tiempos de crisis necesitamos con urgencia puentes entre los dos mundos que ahora componen el mundo. Pero no seamos ingenuos, son los conectores y los signos de puntuación de la nueva sintaxis tecnológica. Una sintaxis que nos acostumbra cotidianamente a no usar billetes ni papel, a no tocar y a no tocarnos.

Por eso lo más inteligente tal vez sea evaluar, en cada ocasión en que nos pidan que usemos esa tecnología y las de su familia contactless, si debemos optar por la integración o por la resistencia. Por el sí o por el no.

Jorge Carrión es escritor y columnista de The New York Times.