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Teléfonos inteligentes, ¿demasiado buenos?

/ 17 de septiembre de 2021 / 01:38

Voy a plantear una pregunta intencionalmente provocadora: ¿y si los teléfonos inteligentes son tan exitosos y útiles que están frenando la innovación? Los tecnólogos están imaginando en la actualidad cuál podría ser la próxima gran innovación. Pero puede que nunca más exista algo como el teléfono inteligente, la primera y quizás última computadora transformadora a nivel mundial para el mercado masivo.

Quizás termine pareciéndome a una de esas futuristas del siglo XIX que no pudo imaginar que los caballos serían reemplazados por los automóviles. Pero déjenme argumentar mi teoría de que probablemente el fenómeno de los teléfonos inteligentes nunca más podrá ser replicado.

Primero, cuando las personas en el mundo de la tecnología imaginan el futuro, apuestan de manera implícita a que los teléfonos inteligentes serán desplazados como el centro de nuestras vidas digitales por cosas menos obvias. Es decir, no unas placas que nos alejen de nuestro mundo sino tecnologías casi indistinguibles del aire que respiramos.

Actualmente, las gafas de realidad virtual son molestias aparatosas, pero la apuesta es que las tecnologías como la realidad virtual o las computadoras que pueden “aprender” como las personas, con el tiempo lograrán difuminar la línea entre la vida real y la vida en línea, entre humano y computadora, hasta el punto de borrarla por completo. Esa es la visión detrás del “metaverso”, una visión general en el que las interacciones humanas virtuales serán tan complejas como las reales.

Quizás pienses que tecnologías más envolventes y que luzcan humanas suenan intrigantes o tal vez te parezcan los sueños fantasiosos de un grupo de chiflados (o quizás un poco de ambos). De cualquier manera, los tecnólogos deben demostrarnos que el futuro que imaginan es más convincente y útil que la vida digital que ya tenemos gracias a las supercomputadoras mágicas en nuestros bolsillos.

El desafío para cualquier nueva tecnología es que el éxito de los teléfonos es tan grande que llegamos al punto en el que es difícil imaginar alternativas. Con un auge de ventas que duró cerca de una década, los dispositivos pasaron de ser una novedad para nerds ricos a la única computadora que miles de millones de personas en todo el mundo han tenido. El éxito de los teléfonos inteligentes es de tal magnitud, que ya no necesitamos prestarles mucha atención (sí, eso incluye los modelos actualizados de iPhone de los que Apple habló el martes).

El atractivo de estos dispositivos en nuestras vidas y en la imaginación de los tecnólogos es tan poderoso que en la actualidad cualquier nueva tecnología tiene que existir casi en oposición al teléfono inteligente.

Cuando mi colega de The New York Times, Mike Isaac, probó el nuevo modelo de gafas de Facebook que puede tomar fotos con un toque en la sien, un ejecutivo de la compañía le dijo: “¿No es eso mejor a tener que sacar tu teléfono y sostenerlo frente a tu rostro cada vez que quieras capturar un momento?”.

Entiendo el punto del ejecutivo. Es cierto que dispositivos como el Apple Watch, las gafas de Facebook y los Spectacles de Snap han sido ingeniosos al momento de adaptar algunas funciones de los teléfonos inteligentes y hacerlas menos molestas. Varias compañías, entre ellas Facebook, Snap y Apple, también están trabajando en productos ópticos que — al igual que el fallido Google Glass— buscan combinar información digital como mapas con lo que vemos a nuestro alrededor.

El comentario del ejecutivo también demuestra que cualquier nueva tecnología de consumo tendrá que responder las preguntas inevitables: ¿por qué debería comprar otro dispositivo para tomar fotos, buscar rutas en bicicleta o reproducir música cuando puedo hacer la mayoría de esas cosas con el teléfono que ya tengo en mi bolsillo? ¿Necesito acaso vivir en el metaverso cuando tengo una experiencia similar en la pantalla rectangular de mi teléfono?

Es poco probable que los teléfonos inteligentes sean la apoteosis de la tecnología y tengo curiosidad por ver el desarrollo de la tecnología que quiera distanciarse de ellos. Pero al menos por ahora, y quizás para siempre, la mayoría de las tecnologías para nuestra vida diaria serán complementos de nuestros teléfonos en lugar de reemplazos. Estas pequeñas computadoras son tan condenadamente prácticas que quizás nunca exista una revolución posterior a los teléfonos inteligentes.

Shira Ovide es columnista de The New York Times.

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El colapso de WeWork

/ 23 de octubre de 2021 / 01:27

Es un triunfo que WeWork haya llegado tan lejos. Esta semana, una versión reducida de la empresa que alquila espacios de oficina comenzará a cotizar en la bolsa unos dos años después de que los inversionistas se dieran cuenta de que esta empresa emergente era una cortina de humo, de que casi se quedara sin dinero y de que su fundador se fuera con una fortuna.

WeWork no es la única empresa emergente ambiciosa que se tambalea. Los fiscales federales han dicho que la empresa de análisis de sangre Theranos falseó afirmaciones de que podía realizar cientos de pruebas médicas con solo un pinchazo de sangre y su fundadora está siendo juzgada.

Las empresas jóvenes como éstas no tienen mucha importancia para el resto del mundo. Sus inversionistas, en su mayoría acaudalados, pueden permitirse perder dinero. Sin embargo, el espectacular ascenso, caída y (tal vez) recuperación de WeWork tiene un alto precio. Al igual que el colapso bancario de hace más de una década y las historias de personas acaudaladas que utilizan medios legales para pagar poco o nada de impuestos, las empresas emergentes que fracasan contribuyen a la actitud de que el sistema financiero y la economía de Estados Unidos están amañados para favorecer a los ricos y a quienes tienen conexiones.

Para decirlo sin rodeos: los ricos y poderosos sí tienen una ventaja. Eso no significa que sea saludable que la gente se sienta fatalista porque así es como funcionan las cosas.

Agradezco, y al mismo tiempo temo, lo que han hecho las jóvenes y a veces descaradas empresas emergentes, demasiado entusiastas o absurdas, en la última década. Han tenido la ambición y el dinero para reimaginar viejas formas de hacer las cosas en la salud, el transporte, la educación, la vivienda, las compras y otros sectores de la vida.

Más de una década de manía por todo lo relacionado con la tecnología nos ha proporcionado tanto maravillas que han mejorado nuestras vidas como una industria artesanal de empresas insostenibles en lo financiero que, en ocasiones, han causado un daño catastrófico y nos han dejado a cargo del desorden. ¡Es complicado!

Lo que me llama la atención es el abrumador olor a injusticia. Cuando las empresas emergentes han tenido éxito, en su mayoría han hecho aún más rico al 1%. Y cuando estas empresas se inflan en exceso e implosionan, las personas influyentes que son responsables de ello tienden a no rendir muchas cuentas por sus actos.

Las personas que ven con mayor optimismo a las jóvenes empresas tecnológicas no han tenido en cuenta esta injusticia. Por lo general, estas empresas o personas no infringen la ley. Sin embargo, estos ejemplos nos dejan una sensación de injusticia que erosiona nuestra confianza. Tenemos esta sensación cuando los jefes de este tipo de empresas, como Adam Neumann, de WeWork, fracasan y son recompensados de todos modos y cuando los neoyorquinos ricos compran casas a precios (relativamente) bajos valiéndose de una ley destinada a ayudar a las familias de menores ingresos. Esa sensación de malestar se filtra a través de las historias de directores ejecutivos de empresas emergentes, en su mayoría poco rentables, que se han convertido en algunos de los ejecutivos mejor pagados del mundo empresarial estadounidense.

Podemos entender cómo la ambición en ocasiones tienta a la gente y cae en la codicia o el engaño, sobre todo si nadie les dice que no. La injusticia no es el resultado de manzanas podridas individuales, sino de sistemas que se inclinan a favor de los ricos y poderosos, y de guardianes, incluidos los funcionarios del gobierno, que son demasiado indiferentes o ineficaces.

Shira Ovide es columnista de The New York Times.

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Cómo arreglar a Facebook

/ 11 de octubre de 2021 / 01:15

Este es el momento más importante en la historia de Facebook. Esa tal vez sea una hipérbole, pero solo un poco. El martes anterior, Frances Haugen, exgerente de producto de Facebook, cautivó en una audiencia a los senadores de Estados Unidos con un diagnóstico matizado de que la empresa necesita ser rescatada de sí misma. Por el bien de todos nosotros.

Lo que pareció distinto a los escándalos y las reprimendas previas del Congreso contra Facebook fue el énfasis en lo que Haugen considera como defectos fundamentales en los diseños técnicos y la organización corporativa de la empresa, y las conversaciones embrolladas pero sofisticadas que se sostienen fuera de Facebook para mejorar a la empresa.

Haugen declaró que Facebook se había extralimitado para enfrentar de manera eficaz los males como la violencia étnica y el tráfico de personas que se habían vinculado con la actividad en sus aplicaciones. También analizó las maneras en que la obsesión de Facebook por mantenernos más tiempo en línea agravaban nuestros peores impulsos. Asimismo, hizo énfasis en la afirmación de que el público debía estar al tanto de cuánto sabía Facebook acerca de la influencia que la empresa tiene sobre nosotros y nuestro mundo.

El panorama que surgió del reportaje reciente de The Wall Street Journal y las entrevistas de Haugen en los medios no fue de Facebook como un villano caricaturesco de una película de James Bond. Fue de una empresa que no puede controlar las máquinas que construyó, pero que se rehúsa a aceptar esa realidad.

Parte de lo que Haugen y otros críticos de Facebook han dicho sobre la empresa es quizás una exageración. Y mucho de lo que dijo Haugen no es nada nuevo. Pero es una mensajera con un enfoque bien definido en un momento en que las personas en el poder están listas para dejar de discutir y preguntarse: ¿Y ahora qué? ¿Qué debemos hacer para maximizar lo bueno de Facebook y minimizar lo dañino?

No existen soluciones mágicas, pero Haugen y muchos otros han dado sugerencias sensatas sobre medidas que podrían ponerse a prueba.

La idea más convincente de Haugen fue que “la clasificación basada en la interacción” es un pecado original de Facebook, YouTube, TikTok, Pinterest y otras aplicaciones populares. Cuando las computadoras priorizan lo que vemos en línea con base en lo que es más probable que capte nuestra atención y nos mantenga conectados más tiempo, tienden a agitar las opiniones más lascivas o extremas y de manera sutil alientan a la gente a publicar más de lo mismo.

Haugen sugirió, en esencia, desactivar los algoritmos generados por computadoras y hacer que una mayor parte del Internet se oriente hacia diseños como el de iMessage o las versiones anteriores de Facebook e Instagram que mostraban publicaciones en orden cronológico.

Kate Klonick, quien ha investigado las políticas sobre la expresión en línea de empresas en Internet, escribió en The New York Times que Facebook podría rediseñar sus propios sitios web a fin de optimizar medidas holísticas para las cosas buenas que ofrece. En lugar de enfocarse en parámetros como cuáles publicaciones son más capaces de generar muchos “me gusta” o compartirse muchas veces, podría considerar eso que tenga probabilidades de conducirte a asistir a una protesta o donar a una causa caritativa.

Haugen y otros han recomendado cambiar la ley estadounidense de manera que obligue a Facebook a rendir cuentas por los daños que causa en el mundo real, incluyendo actos terroristas, que se derivan de publicaciones que los sistemas informáticos de la empresa distribuyen entre las cuentas de las personas.

En una entrevista reciente, Haugen también mencionó la idea de que haya representantes públicos que vigilen a Facebook desde el interior, algo parecido a lo que hacen los inspectores de la Reserva Federal en los bancos grandes. También respaldó la idea de que se impongan normas para forzar a Facebook a trabajar con investigadores que quieran estudiar los efectos que tiene la empresa en sus usuarios.

Además, Haugen sugirió que muchos de los peores momentos de Facebook, incluido el hecho de que su red social haya sido usada para avivar la violencia étnica, podrían ser el resultado de que muy pocas personas gestionan sus ambiciones. ¿Se debería obligar a Facebook a hacer menos, como retirarse de ciertos países a no ser que la empresa les destine más recursos y demuestre tener competencia en el aspecto cultural?

Hay bastantes motivos para sentir pesimismo. En esencia, Facebook le dijo al Congreso: “Ustedes dígannos qué hacer”. Sin embargo, los legisladores y reguladores estadounidenses han hecho poco para decirle a Facebook cómo gestionar de mejor manera las aplicaciones que usan miles de millones de personas.

Facebook ha declarado, de un modo adecuado, que se esfuerza por mejorar de manera continua sus aplicaciones y que hacerlo es un ejercicio complejo de intercambiar unas cosas por otras. El martes, Mark Zuckerberg rechazó la idea (demasiado simplificada) de que su empresa elige las ganancias por encima de la vida y el bienestar de la gente, y de que la empresa ignora las sugerencias de mejora.

Tal vez ninguna de las ideas que se han propuesto para reparar a Facebook serán mejores que el statu quo. Pero lo que se percibió como una novedad en el discurso de Haugen fue un mensaje de esperanza: necesitamos obtener lo mejor de Facebook, y debemos trabajar juntos para mejorarlo.

Shira Ovide es columnista de The New York Times.

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