La judicialización del cuerpo de las mujeres
Hace unos días, en México, los ministros del Pleno de la Suprema Corte de Justicia invalidaron por unanimidad la legislación del Estado de Cohahuila que impone penas de cárcel a la mujer que aborte y a quien se lo practique con su consentimiento. En dirección opuesta, el Tribunal Supremo de Estados Unidos autorizó la entrada en vigor de la ley del latido aprobada por el Senado de Texas, que restringe el aborto de manera que vuelve casi imposible su práctica legal. Esta decisión da un giro a la jurisprudencia de ese órgano judicial, que lleva casi 50 años con agrias disputas entre sus magistrados.
Así, según sostiene la investigadora Laura Klein, “cuando la cuestión del aborto se traduce jurídicamente, en su legalización o no legalización (…) no cabe duda que la disputa va más allá de lo legal o lo ilegal y se vincula con la manera en que se concibe el orden social adecuado, la propiedad sobre el cuerpo, la relación entre lo público y lo privado, la fe y la razón, la laicidad o no laicidad del estado y sobre todo la sexualidad, la reproducción y la muerte”. Sin duda la disputa en torno al cuerpo de las mujeres atraviesa todos sus derechos, y pone en juicio su condición de ciudadana libre de la tutoría que el Estado (y las iglesias) todavía pretende ejercer sobre sus decisiones. ¿Hay acaso —como en el tema del aborto— alguna ley que legisle sobre el cuerpo de los hombres?
Y si este tema se judicializa es pertinente preguntar ¿a quién toca discernir entre Bien y Mal? El caso del Tribunal Supremo de Estados Unidos es ejemplar para respondernos esta pregunta. La historia moderna de esta guerra judicial se inicia en 1973, con la famosa sentencia “Roe v. Wade”, en la que, por una mayoría de siete a dos, el Tribunal Supremo decidió que la Constitución protegía el derecho de una mujer a acogerse a un aborto. Durante la década de los 70 la cuestión del aborto no dividía a republicanos. Prueba de ello es que, de los siete jueces que votaron a favor de Roe, cinco habían sido nombrados por presidentes republicanos y dos por demócratas, mientras que los dos que votaron en contra habían sido designados por un presidente demócrata y republicano, respectivamente.
Cuando Donald Trump llegó a la presidencia, había cinco votos favorables a Roe (con más o menos matices) en el tribunal supremo. Sin embargo, los cambios que propició el presidente, con su agenda abierta antiaborto, instauraron una mayoría de al menos cinco magistrados contrarios al aborto.
La consecuencia de las decisiones actuales del tribunal supremo no será la ilegalización del aborto, sino la creación de dos Américas: una, demócrata, en la que los abortos seguirán siendo legales, y otra, republicana, en la que las mujeres, si son ricas, podrán viajar a otros estados para interrumpir sus embarazos, y si son pobres, tendrán que arriesgarse a sufrir penas de cárcel, lesiones graves o incluso la muerte por someterse a abortos ilegales.
Con este ejemplo en mente podemos afirmar que es el poder (y la política) quien tiene en sus manos el cuerpo de las mujeres. Y con la misma convicción podemos afirmar que el aborto es una experiencia particular y compleja, que ninguna ley puede contener.
En ese mismo marco jurídico, usar anticonceptivos o destruir embriones de probeta no constituyen abortos. Es la relación con el vientre materno la que define las categorías jurídicas aplicadas al embrión. Frente a esto, debemos preguntarnos ¿qué está efectivamente en discusión cuando se habla del aborto?
Las legislaciones prohibicionistas pocas veces obtienen el resultado esperado, pues las mujeres no tienen el derecho a abortar, pero sí el poder de hacerlo. Sin embargo, el sistema judicial tiene directa incidencia en las condiciones en las que se vivirán las experiencias de aborto.
Lourdes Montero es cientista social.