Cuando el puño no sea necesario
Tal vez la mejor forma de rendir homenaje a Ernesto Che Guevara hoy en día es no caer en la trivialización de su figura. Para ser honesto, creo que aquella consigna que oí tantas veces, “seamos como el Che”, solo la repiten aquellos que no están conscientes de lo que implicaría llevar ciertos ideales hasta su última consecuencia: la muerte. No, no gracias.
El común de los mortales deseamos tener vidas largas, plenas y productivas, y ciertamente no nos gustaría morir a tiros, por muy heroico que ello sea, en ninguna selva de ninguna parte del mundo. El problema es, no obstante, que Bolivia parece inclinarse por ese tipo de soluciones cada vez que atraviesa una crisis estatal. Temo que el nuestro no es un país para tibios, y la culpa no reside en sus clases populares, que de hecho dependen de contextos democráticos para defender sus conquistas, sino en la reaccionaria naturaleza de su élite, siempre propensa a los golpes de Estado. El problema es que las más tímidas reformas de carácter progresista requieren, y esto no es nada bueno, de revolucionarios, capaces de plantar resistencia a unos cuantos privilegiados con todo tipo de recursos a su disposición.
Días antes de la realización de las elecciones de octubre del año pasado, un amigo trotsko y yo nos preguntábamos si la crisis boliviana encontraría su resolución definitiva en aquellas justas electorales, y concluimos que solo una fe supersticiosa en la democracia liberal podría conducir a tal conclusión. ¿De qué forma un evento electoral podía superar las contradicciones que habían emergido entre aquellos que creían que una acusación de fraude podía justificar masacres, y aquellos que ya no estaban dispuestos a vivir en una Bolivia gobernada por una reducida élite? Solo el más optimista se inclinaría a apostar por aquello. No obstante, cierta calma, tensa, pero calma al fin, le siguió a la posesión de Luis Arce Catacora como presidente y yo creí por un momento que pecamos de exagerados… Odio tener la razón.
La nueva afrenta contra la wiphala y el presidente en ejercicio, David Choquehuanca, durante la efeméride del departamento de Santa Cruz, demuestra que el país no recuperará su estabilidad hasta que la oligarquía agroexportadora sea derrotada definitivamente; era obvio, ahora que lo pienso. Desde el momento en que una multitud de “pititas” se arrodillaron en las puertas de los cuarteles después de que el MAS ganara apabulladoramente en las elecciones de octubre pasado, rogando por una intervención militar, toda duda respecto al carácter iliberal y autoritario de esos falsos demócratas debió quedar despejada. No se trata, después de todo, de una derecha moderna, sino de una clase ociosa, violenta e intelectualmente atrasada que no está dispuesta a ceder en lo que cree son sus prerrogativas.
Tal vez en otras partes del mundo, izquierdas y derechas pueden sentarse en una mesa y debatir si lo que su sociedad necesita es la nacionalización de los recursos naturales, la distribución de la riqueza o la inclusión política de las mayorías, sin que ello amerite la organización de grupos paramilitares o células guerrilleras, sino negociaciones y pactos de mutuo acuerdo; pero me cuesta imaginar al comité cívico de Santa Cruz y sus juventudes en dicho tipo de entendimientos. No mientras conduzcan coches pintados con la esvástica. Mi problema con ellos no es, per se, que sean de derecha, sino que es una derecha propia de un clan de neandertales, flexionando músculos y mostrando los dientes.
Así que no me queda otra que reafirmar, tristemente, la validez de la radicalidad guevarista, que me parece su legado más cliché. Su antiimperialismo tercermundista, su originalidad para interpretar el marxismo y su latinoamericanismo fraterno, por otra parte, son elementos del pensamiento del Che que me resultan mucho más interesantes, y que ojalá un día puedan ser discutidos sin mención alguna a las armas, tal vez el día en que personas menos primitivas que Calvo y Camacho sean nuestros interlocutores.
No diré “Patria o muerte”, porque capaz que se cumpla. Los dejo con ¿why cant we be friends?
Carlos Moldiz Castillo es politólogo.