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Manifestaciones en el mundo

Septiembre fue turbulento. La pandemia ha coincidido con un aumento de protestas en todo el mundo. El Proyecto de Datos de Ubicación y Eventos de Conflictos Armados informa que el número de manifestaciones a nivel mundial aumentó un 7% de 2019 a 2020 a pesar de los confinamientos ordenados por el gobierno y otras medidas diseñadas para limitar las reuniones públicas.

¿Qué está impulsando este descontento internacional?

Algunos expertos sostienen que se trata de la pandemia. Sin embargo, las manifestaciones continuas, tanto en los países pobres como en los ricos, no pueden explicarse simplemente como reacciones a la pandemia. La presencia de levantamientos simultáneos en países con distintos niveles de ingresos, tipos de gobierno e importancia geopolítica indica una desilusión más profunda: la pérdida de fe en el contrato social que da forma a las relaciones entre los gobiernos y sus pueblos. En pocas palabras, los gobiernos actuales parecen incapaces de ofrecer una gobernanza representativa y eficaz. Y los ciudadanos están hartos.

El aumento de las manifestaciones a nivel mundial comenzó en realidad mucho antes de la pandemia. Tras el colapso económico de 2008, las manifestaciones masivas —incluyendo Occupy Wall Street y la Primavera Árabe— exigieron un replanteamiento fundamental del contrato social impuesto tras la Guerra Fría entre los gobiernos y sus pueblos.

No obstante, la crisis financiera de 2008 puso de manifiesto las deficiencias de este contrato social. Las protestas, de carácter tanto político como económico, exigieron que los gobiernos respetaran los derechos básicos de los ciudadanos y abordaran la creciente brecha entre los que tienen y los que no tienen. En todo el mundo, tanto los líderes autoritarios como los democráticos respondieron a la crisis financiera con políticas más neoliberales, como la austeridad presupuestaria y la privatización de los servicios del sector público, políticas que no hicieron más que avivar la ira popular.

Esa frustración se ha trasladado a las manifestaciones por la pandemia de COVID de la actualidad. Aunque muchas manifestaciones invocan explícitamente a la pandemia, la mayor preocupación latente es la incapacidad de los gobiernos modernos para servir a la mayoría de sus poblaciones, sobre todo a las clases medias y pobres. Este fracaso se hace visible por el creciente número de monopolios, el creciente poder político de las corporaciones, el incesante aumento de la desigualdad económica y las políticas que están exacerbando el cambio climático.

Si añadimos las respuestas fallidas a la pandemia de COVID, no es de extrañar que los ciudadanos tengan poca confianza en que sus líderes, elegidos o no, puedan afrontar esos retos.

El mal manejo del COVID es solo la ofensa más reciente. Al principio de la pandemia, los expertos debatieron si serían las democracias o las autocracias las que estarían mejor preparadas para gestionar la crisis. Diecinueve meses después, está claro que ambas han tenido problemas. La democracia, al menos en su forma neoliberal dominante, da prioridad a los derechos de los individuos y las corporaciones mientras ignora las necesidades básicas del cuerpo social. Los gobiernos autoritarios —incluso en países con sólidos sistemas de bienestar— no pueden responder con eficacia sin avivar el resentimiento popular debido a su dependencia de la fuerza para garantizar el cumplimiento.

Volver al “statu quo” pre-COVID a nivel mundial no es una opción. La pandemia es fundamentalmente un reto social. Todo reto social requiere una respuesta colectiva, y toda empresa colectiva requiere confianza. En muchos países, la confianza en el gobierno se ha visto afectada por los líderes que confían en las soluciones basadas en el mercado en detrimento de la mayoría de los ciudadanos.

La confianza del público sigue siendo alta en algunas democracias ricas con sólidos programas de bienestar social, como Nueva Zelanda y los países nórdicos. No obstante, incluso los países más pobres donde la confianza en el gobierno es alta, como Bangladés y Vietnam, y el estado indio de Kerala, han logrado mejores resultados y han sido testigos de menos disturbios que sus pares centrados en el mercado. En particular, Vietnam y Kerala se han alejado de las políticas económicas neoliberales.

La confianza social es algo muy valioso. Puede llevar generaciones construirla, pero puede perderse en un instante. Por eso es probable que las manifestaciones continúen donde la confianza siga siendo baja, ya sea por una respuesta fallida a la pandemia de COVID o por otras crisis como el cambio climático, las instituciones políticas disfuncionales y la codicia de las empresas.

La pandemia ha puesto de manifiesto la desconexión entre los gobiernos y sus ciudadanos. Los pobladores ahora exigen un mundo diferente, más justo.

Zachariah Mampilly es profesor de relaciones públicas e internacionales, y columnista de The New York Times.