El 10 de octubre de 1982, Bolivia recuperó la democracia, después de 18 años de gobiernos militares. La reconstrucción democrática estuvo sin embargo severamente limitada por la crisis económica que se había incubado en los años anteriores como consecuencia del cierre abrupto de las fuentes de financiamiento externo y la consiguiente imposibilidad de acceder a nuevas rondas de reprogramación de la deuda con la banca privada internacional. El gobierno de la UDP se vio colocado desde un comienzo en medio de una intensa pugna de ingresos entre los bancos acreedores del exterior, la presión política de los estratos sociales superiores beneficiados durante la dictadura y las demandas de los trabajadores para recuperar los salarios y beneficios recortados durante los gobiernos dictatoriales. Como es sabido, la mencionada puja de ingresos se transformó muy pronto en una espiral hiperinflacionaria que derivó en un desorden completo de la economía, la pérdida de autoridad del gobierno y el descalabro institucional del país.

La solución pacífica de semejante crisis solo se podía alcanzar mediante una concertación sistemática de pactos y acuerdos entre todos los actores estratégicos del escenario nacional. Y eso es lo que ocurrió, en efecto, gracias al Diálogo Político por la Democracia auspiciado por la Iglesia Católica y un equipo de asesores, que organizó los consensos que permitieron la salida electoral que dio fin a la crisis institucional. La renuncia del presidente Hernán Siles al último año de su mandato fue sin lugar a dudas el requisito primordial para que un nuevo gobierno surgido de elecciones generales pudiera encaminar las medidas para restablecer la arquitectura institucional y abatir la hiperinflación.

Traigo a colación esta historia debido a que existen preocupaciones fundadas sobre el debilitamiento de la institucionalidad democrática que se ha puesto de manifiesto en el país. Destaca en ese contexto la ruptura del Estado de Derecho, expresada en el sometimiento de los órganos del Estado a la voluntad del Órgano Ejecutivo. No es ningún secreto que la justicia está al servicio del poder político y que no hay señales ciertas de que esto pudiera cambiar a corto plazo. No es de extrañar entonces que a la incertidumbre derivada de la pandemia y de los ingresos insuficientes de los sectores populares se sumen ahora las angustias originadas en la inseguridad ciudadana.

En las últimas semanas se han desplegado movilizaciones, algunas de las cuales han sido promovidas por grupos afines al MAS. La permisividad de las autoridades frente a dichas movilizaciones genera rechazo y zozobra en la población, además de que introduce un gran desorden en la gestión del Gobierno, que no ha planteado todavía un programa de políticas para el corto y mediano plazo, no obstante, la imperiosa necesidad de las mismas.

A corto plazo la urgencia estriba por cierto en atender debidamente la crisis sanitaria y las repercusiones que ha generado en el ámbito del empleo. Para eso se requiere movilizar recursos en una cuantía muy superior a la que se ha destinado a tales efectos en este año. El acceso a financiamiento externo en montos adecuados es por consiguiente una de las necesidades urgentes, y para eso es imprescindible contar con una interpretación certera de la situación económica y financiera imperante en el país y en la economía internacional.

A mediano plazo, en cambio, la condición más importante consiste en la adopción de nuevos enfoques para impulsar una transformación productiva capaz de añadir valor agregado a las exportaciones y promover innovaciones tecnológicas para atender el cambio climático, entre otros objetivos importantes.

Nada de eso será posible sin la pacificación del país mediante un diálogo nacional estratégico de todos los actores y con todos los temas de la agenda nacional.

Horst Grebe es economista.