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¿Paz por olvido?

Hay palabras que pueden ser manipuladas. Si esas palabras no se ponen en un determinado contexto para su comprensión se puede caer inocentemente en un encubrimiento solapado de intereses inconfesables. Una de esas palabras es la paz. Si nos quedamos con el sentido común y aceptado socialmente de esta palabra soslayando las circunstancias socio/políticas de su emisión, quizás se caiga en una trampa perversa. Obviamente, todos queremos paz en nuestra vida personal y pública, nadie en su sano juicio desea la guerra, pero siempre hay la posibilidad que esa enunciación “pacífica” sea en definitiva una emboscada.

Cuando esa palabra es instrumentalizada, se la vacía de su propio sentido ético. En los últimos tiempos, esta palabra fue puesta en la palestra pública por los actores políticos opositores, pero no como resultado de un convencimiento reflexivo de que Bolivia necesita encaminarse por el derrotero para así zanjar la polarización, sino su enunciación es parte de una argucia discursiva. Entonces, esa enunciación a la paz se convierte en un chantaje grosero y, por lo tanto, inadmisible política y éticamente.

El propósito maquiavélico radica en que a nombre de la paz se logre impunidad en torno al golpe de Estado y las masacres perpetrados en noviembre de 2019. Desde esta trinchera periodística siempre hemos sostenido que ambos hechos son execrables para la democracia boliviana. Y, por lo tanto, archivarlos sería un yerro histórico imperdonable porque no solo se estaría negando justicia a las víctimas y sus familiares, sino que se estaría abriendo una puerta para que estos hechos siniestros se vuelvan a repetir.

En el cuento de Jorge Luis Borges Funes el memorioso y en la novela garciamarquiana Cien años de soledad, el tratamiento literario de la memoria tiene diversas e inclusive contradictorias visiones políticas. En el primero, el exceso de memoria conduciría a una perturbación y, por lo tanto, subyace la propuesta del derrotero del olvido para evitar esas turbulencias. Mientras tanto, en el segundo, la memoria forma parte de ese juego temporal circular que teje un imaginario decisivo para que esa narrativa del pasado anide en el presente y, en consecuencia, se esquive al olvido. Y, al mismo tiempo, esa memoria del presente quede intacta para el devenir para que esos sucesos escabrosos no se puedan reeditar nunca más.

El potencial político de la memoria encarnado metafóricamente en los pobladores de Macondo de García Márquez, en su afán de lidiar con el olvido —especialmente el olvido colectivo que los poderosos se empeñan en mantener—, para que los espectros de esos muertos de las masacres, como si fuera un espectro hamletiano, merodeen a sus verdugos para buscar no venganza, sino algo mucho más valioso: justicia.

Esa amenaza vil de paz por olvido por parte de los golpistas es una afrenta a la propia democracia. La pacificación del país pasa necesariamente por hacer justicia, no a cambio de olvido. La investigación, el juzgamiento y la sentencia de estos hechos ominosos deben estar enmarcados en el debido proceso para evitar que esos hechos se queden en el olvido y así abrir las compuertas para la barbarie.

Cicerón cuenta que Simónides, uno de los creadores de la mnemotecnia, ofreció su técnica al político ateniense Temístocles, éste le replicó cínicamente que preferiría dominar el arte del olvido. Quizás, los golpistas quieran emular las destrezas de Temístocles, por eso optan por la narrativa de la impunidad, pero con una amenaza burda: paz por olvido.

Yuri Tórrez es sociólogo.