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Wednesday 8 May 2024 | Actualizado a 02:30 AM

El debate sobre el FMI

/ 12 de octubre de 2021 / 00:14

Dentro de la agenda para la reunión anual del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que se celebrará la próxima semana en Washington, se encuentran el acceso desigual a las vacunas, la inequidad económica extrema, los precios al alza de los alimentos y las enormes deudas.

Un tema apremiante que no está contemplado en el programa oficial es la controversia en que se ha visto envuelta en las últimas semanas la directora del FMI, Kristalina Georgieva, y que está poniendo en riesgo su liderazgo.

El mes pasado, una investigación incriminó a Georgieva de haber manipulado datos para hacer parecer que China era un país con condiciones más favorables para los negocios en un informe de 2018, cuando era directora general del Banco Mundial. Georgieva ha negado haber realizado alguna acción indebida.

No obstante, detrás del debate sobre su futuro se esconden preguntas fundamentales acerca de la función cambiante del FMI, el cual ha ayudado a orientar el sistema financiero y económico del mundo desde que terminó la Segunda Guerra Mundial.

El FMI, al cual se solía considerar, en sentido estricto, un guardián financiero y el organismo que era el primero en atender a los países con crisis financieras, en fechas más recientes ha ayudado a manejar dos de los riesgos más importantes para la economía mundial: la desigualdad extrema y el cambio climático.

Sin embargo, algunos grupos de interés se han inquietado por el alcance de las ambiciones del fondo y por su intervención en el ámbito de los proyectos sociales y de desarrollo a largo plazo, tradicionalmente atendidos por el Banco Mundial. Además, están en contra de lo que se percibe como un sesgo progresista.

El debate sobre el papel del FMI ya estaba en efervescencia antes del nombramiento de Georgieva, quien este mes comenzó el tercer año de su periodo de cinco años. Pero ella se ha inclinado por ampliar las funciones del organismo. Esta economista búlgara, la primera persona procedente de una economía emergente en dirigir el fondo, reforzó la atención que habían prestado sus predecesores a la desigualdad creciente e hizo del cambio climático una prioridad, por lo que ha exhortado a eliminar todos los subsidios para los combustibles fósiles, poner un impuesto al carbono y realizar inversiones importantes en tecnologías limpias.

Georgieva ha sostenido que a pesar de lo eficiente y lógico que pueda ser el mercado, los gobiernos deben intervenir para corregir fallas intrínsecas que puedan provocar un desastre ambiental y oportunidades sumamente inequitativas. Ahora, el concepto clave es la deuda sustentable y no la austeridad

Cuando la pandemia de coronavirus intensificó de manera despiadada los problemas existentes —desnutrición, atención médica deficiente, pobreza creciente y un mundo interconectado vulnerable al desastre ambiental—, Georgieva instó a que se tomaran medidas.

En 2020, el FMI rechazó la postura severa de algunos acreedores de Wall Street contra Argentina y, en cambio, recalcó la necesidad de proteger a “los más débiles de la sociedad” y perdonar la deuda que supere la capacidad de pago de algún país.

Este año, Georgieva creó un fondo de reserva especial de $us 650.000 millones para ayudar a los países con problemas a financiar su atención médica, comprar vacunas y pagar su deuda durante la pandemia. Esa postura no siempre les ha sentado bien a los conservadores de Washington y Wall Street.

Lo mismo ha sucedido con su defensa a un impuesto corporativo global mínimo como el que aceptaron más de 130 países el viernes.

Nicholas Stern, un economista británico que fungió como economista en jefe y vicepresidente sénior del Banco Mundial, aseguró que esta controversia no podía haber llegado en un peor momento.

“Los próximos años son de vital importancia para la estabilidad futura de la economía mundial y del medioambiente”, escribió en una carta dirigida al consejo del FMI en apoyo a Georgieva. “Desde la Segunda Guerra Mundial no habíamos estado en una época tan decisiva”.

Patricia Cohen es columnista de The New York Times.

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Hacia un nuevo paradigma para el desarrollo de los países en la era posindustrial

Tenemos que dejar atrás la idea de las etapas clásicas del desarrollo; de la granja a la fábrica y luego a las oficinas

/ 5 de abril de 2024 / 06:00

El manual de cómo los países en desarrollo pueden volverse ricos no ha cambiado gran cosa en más de un siglo: llevar a los agricultores de subsistencia a empleos de manufactura y luego vender lo que ellos producen al resto del mundo.

Esta receta, adaptada de diversos modos por Hong Kong, Singapur, Corea del Sur, Taiwán y China, ha originado el motor más poderoso que el mundo haya conocido jamás para generar crecimiento económico. Ha ayudado a sacar de la pobreza a millones de personas, a crear empleos y a elevar los niveles de vida.

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Los tigres asiáticos y China lograron combinar la gran cantidad de mano de obra barata con el acceso al conocimiento y las finanzas internacionales, lo que atrae a consumidores, desde Kalamazoo hasta Kuala Lumpur. Los gobiernos proporcionaron el andamiaje: construyeron escuelas y carreteras, ofrecieron normas e incentivos favorables para las empresas, desarrollaron instituciones administrativas capaces y estimularon las industrias incipientes.

No obstante, la tecnología está avanzando, las cadenas de suministro están cambiando y las tensiones políticas están reconfigurando los patrones comerciales. Con todo eso, crecen las dudas sobre si la industrialización todavía puede producir el crecimiento milagroso que solía producir. Para los países en desarrollo, los cuales albergan el 85% de la población mundial (6.800 millones de personas), existen profundas implicaciones.

En la actualidad, la fabricación representa un porcentaje menor de la producción mundial y China ya es responsable de más de una tercera parte de esta. Al mismo tiempo, más países emergentes están vendiendo mercancías baratas al mundo, lo cual amplía la competencia. Ya no se obtienen tantas ganancias: no todos pueden ser exportadores netos ni tener los salarios ni los costos más bajos del mundo.

“No se pueden generar suficientes empleos para la gran mayoría de los trabajadores que no cuentan con mucha escolarización”, señaló Dani Rodrik, un importante economista del desarrollo que trabaja en la Universidad de Harvard.

Este proceso lo podemos ver en Bangladesh, al que, el año pasado, la directora gerente del Banco Mundial consideró “una de las historias de desarrollo más grandes del mundo”. Este país alcanzó su éxito cuando se convirtió en sus agricultores en trabajadores de la industria textil.

Sin embargo, el año pasado, Rubana Huq, presidenta del Grupo Mohammadi, un consorcio familiar, remplazó a 3.000 empleados por máquinas automatizadas de Jacquard para realizar patrones de tejido complejos.

Las mujeres encontraron empleos parecidos en otra parte de la empresa. “Pero, ¿qué es lo que sigue cuando esto ocurre a gran escala?”, preguntó Huq, quien también es presidenta de la Asociación de

Fabricantes y Exportadores de Prendas de Vestir de Bangladés.

Estos trabajadores no cuentan con capacitación, afirmó. “No se van a convertir en programadores de la noche a la mañana”.

Transición. El derrumbe de las cadenas de suministro vinculadas a la pandemia de COVID-19 y las sanciones originadas por la invasión rusa a Ucrania elevaron el precio de productos esenciales como los alimentos y el petróleo, lo cual afectó los ingresos. Las altas tasas de interés, impuestas por los bancos centrales para atenuar la inflación, desencadenaron otro conjunto de crisis: las deudas de los países en desarrollo se dispararon y el capital de inversión se agotó.

La semana pasada, el Fondo Monetario Internacional advirtió acerca de la nociva combinación de un desarrollo más bajo y una deuda más elevada.

La globalización extrema que había ayudado a las empresas a comprar y vender en cada lugar posible del planeta también ha estado cambiando. Las crecientes tensiones políticas, sobre todo entre China y Estados Unidos, están influyendo en qué lugares invierten y comercian tanto los gobiernos como las empresas.

Las empresas quieren que las cadenas de suministro sean confiables y baratas y están recurriendo a sus vecinos o aliados políticos para que se las proporcionen.

Según Rodrik, en esta nueva era, “el modelo de industrialización —del que han dependido prácticamente todos los países que se han vuelto ricos— ya no puede generar un crecimiento económico rápido y sostenido”.

Servicios. Una alternativa podría encontrarse en Bangalore, un centro de alta tecnología en el estado indio de Karnataka.

Empresas multinacionales como Goldman Sachs, Victoria’s Secret y la revista The Economist se congregaron en la ciudad y abrieron cientos de centros de operación —conocidos como centros de capacidades globales— para manejar la contabilidad, diseñar productos, desarrollar sistemas de seguridad cibernética, inteligencia artificial y otras cosas.

De acuerdo con la empresa de consultoría Deloitte, se espera que esos centros generen 500.000 empleos a nivel nacional en los próximos dos o tres años.

Están juntando cientos de empresas de biotecnología, ingeniería e informática, entre las que se encuentran gigantes locales como Tata Consultancy Services, Wipro e Infosys Limited. Hace cuatro meses, la compañía de chips estadounidense AMD inauguró ahí su mayor centro de diseño global.

“Tenemos que dejar atrás la idea de las etapas clásicas del desarrollo: que pasamos de la granja a la fábrica y luego de la fábrica a las oficinas”, señaló Richard Baldwin, un economista en el International Institute for Management Development en Ginebra. “Todo ese modelo de desarrollo es erróneo”.

Ahora, dos tercios de la producción mundial proceden del sector de servicios, una mezcolanza que incluye a los paseadores de perros, las manicuristas, quienes preparan alimentos, los que hacen la limpieza y los choferes, así como a diseñadores de chips, artistas gráficos, enfermeras, ingenieros y contadores muy calificados.

Es posible saltar al sector de servicios y desarrollarse vendiéndoles a las empresas de todo el mundo, sostuvo Baldwin; eso es lo que ayudó a que la India se convirtiera en la quinta economía más grande del mundo.

Escolarización. La pregunta fundamental es si algo, ya sea en los servicios o la fabricación, puede generar el tipo de crecimiento que tanto se necesita: de base amplia, a gran escala y sostenible.

Los empleos de servicios para las empresas se están multiplicando, pero muchos de los que ofrecen salarios altos y medios se encuentran en áreas como las finanzas y la tecnología, que por lo regular requieren habilidades avanzadas y niveles de escolaridad mucho más altos de los que tiene la mayoría de la gente en los países en vías de desarrollo.

De acuerdo con Wheebox, un servicio de evaluación educativa, en la India, menos de la mitad de los egresados universitarios cuenta con las habilidades necesarias para esos empleos.

La discrepancia está en todas partes. El informe sobre el Futuro del Empleo, publicado por el Foro Económico Mundial, reveló que seis de cada diez trabajadores solicitarán una nueva capacitación en los próximos tres años, pero la abrumadora mayoría no tendrá acceso a ella.

(*) Patricia Cohen es corresponsal de economía mundial del New York Times

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La caída de las viejas certidumbres económicas

Aunque el mundo ha abandonado parte de la ortodoxia económica del pasado, no está claro qué la remplazará.

/ 25 de junio de 2023 / 06:27

OPINIÓN

En 2018, cuando los líderes empresariales y políticos del mundo se reunieron en el foro económico anual en Davos, Suiza, el ambiente era de júbilo. El crecimiento de todos los países principales estaba al alza. Christine Lagarde, la entonces directora gerente del Fondo Monetario Internacional, declaró que la economía global “está en un momento ideal”.

Cinco años más tarde, el panorama es sombrío, muy sombrío.

“Casi todas las fuerzas económicas que impulsaron el progreso y la prosperidad en las últimas tres décadas se están desvaneciendo”, advirtió el Banco Mundial en un análisis reciente. “El resultado podría ser una década perdida en ciernes, no solo para algunos países o regiones como ha ocurrido en el pasado, sino para todo el mundo”.

Han pasado muchas cosas desde entonces a ahora: se desató una pandemia, inició una guerra en Europa, las tensiones entre Estados Unidos y China se exacerbaron. Además, la inflación, que se creía ya resguardada junto a colecciones de álbumes de música disco, regresó con más fuerza que nunca.

Pero a medida que las aguas se han calmado, tal parece que casi todo lo que creíamos saber sobre la economía mundial estaba equivocado.

Las convenciones económicas de las que los formuladores de políticas se han valido desde la caída del Muro de Berlín hace más de 30 años —la infalible superioridad de los mercados abiertos, el comercio liberalizado y la máxima eficacia— parecen haberse descarriado.

Durante la pandemia de COVID-19, el impulso incesante por integrar la economía global y reducir los costos dejó a los trabajadores del sector salud sin cubrebocas y guantes médicos, a los fabricantes de automóviles sin semiconductores, a los aserraderos sin madera y a los compradores de calzado deportivo sin modelos Nike.

La idea de que el comercio y los intereses económicos compartidos impedirían los conflictos militares quedó pisoteada el año pasado, bajo las botas de los soldados rusos en Ucrania.

Además, los brotes cada vez más frecuentes de clima extremo, que han destruido cultivos, forzado migraciones y frenado las operaciones de plantas eléctricas, demostraron que la mano invisible del mercado no estaba protegiendo al planeta.

El colapso financiero de 2008 por poco acaba con el sistema financiero global. En 2016, el Reino Unido se separó de la Unión Europea. En 2017, los aranceles que el expresidente Donald Trump le impuso a China detonaron una miniguerra comercial.

Sin embargo, a partir de la pandemia, una serie ininterrumpida de crisis expuso con claridad impactante vulnerabilidades que no podían ignorarse más.

Se creía que un nuevo mundo donde los bienes, el dinero y la información se entrelazaban, en esencia, arrasaría con el antiguo orden de conflictos como el de la Guerra Fría y regímenes antidemocráticos.

Este plan de acción económica preferido ayudó a producir enorme riqueza, sacó a cientos de millones de personas de la pobreza y propició avances tecnológicos fantásticos.

No obstante, también hubo fracasos rotundos. La globalización aceleró el cambio climático y profundizó las desigualdades.

Las empresas se lanzaron a una caza internacional de trabajadores por bajos salarios, sin importarles las protecciones laborales, el impacto ambiental ni los derechos democráticos. Encontraron a muchos en lugares como México, Vietnam y China.

Los televisores, las playeras y los tacos eran más baratos que nunca, pero muchos servicios básicos, como la atención médica, la vivienda y la educación superior eran cada vez menos asequibles.

El éxodo de trabajos recortó los salarios en territorio nacional y debilitó la capacidad de negociación de los trabajadores, lo cual alentó los sentimientos antinmigrantes y fortaleció a líderes populistas de extrema derecha como Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán en Hungría y Marine Le Pen en Francia.

Jake Sullivan, consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, declaró en un discurso reciente que una falacia central en la política económica estadounidense había sido asumir “que los mercados siempre asignan el capital de manera productiva y eficiente, sin importar lo que hicieran nuestros competidores, sin importar la magnitud que alcanzaran nuestros desafíos compartidos y sin importar la cantidad de barreras que derribáramos”.

“Se suponía que la globalización financiera daría paso a una era de crecimiento robusto y estabilidad presupuestaria en los países en vías de desarrollo”, dijo Jayati Ghosh, economista de la Universidad de Massachusetts Amherst. Pero, agregó: “Al final, propició lo contrario”.

La historia de la economía internacional hoy en día, comentó Henry Farrell, profesor de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins, trata de “cómo la geopolítica está engullendo a la hiperglobalización”.

La política de las grandes potencias al estilo del viejo mundo logró lo que la amenaza del colapso climático catastrófico, la gestación del malestar social y la desigualdad creciente no pudieron: volcó las suposiciones sobre el orden económico mundial.

Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para asuntos exteriores y política de seguridad, lo expresó sin rodeos en un discurso 10 meses después de la invasión a Ucrania: “Hemos desvinculado las fuentes de nuestra prosperidad de las fuentes de nuestra seguridad”. Europa obtenía energía barata de Rusia y productos manufacturados baratos de China. “Este es un mundo en el que eso ya no es posible”, sentenció.

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Los cuellos de botella en la cadena de suministro derivados de la pandemia y la recuperación que vino después ya habían destacado la fragilidad de una economía basada en un suministro global. Conforme se exacerbaron las tensiones políticas a causa de la guerra, los formuladores de políticas se apresuraron a añadir la autosuficiencia y la fortaleza a los objetivos de crecimiento y eficiencia.

La nueva realidad se refleja en las políticas públicas estadounidenses. Estados Unidos —el artífice central del orden económico liberalizado y la OMC— se ha alejado de los acuerdos de libre comercio más integrales y, en repetidas ocasiones, se ha negado a respetar las decisiones de la OMC.

Aunque se ha abandonado parte de la ortodoxia económica del pasado, no está claro qué la remplazará. La improvisación está a la orden del día. Quizá lo único que podemos asumir con cierto grado de certeza ahora es que el camino a la prosperidad y a los compromisos políticos será más turbio que antes.

Patricia Cohen Corresponsal de Economía Global del New York Times.

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