Los esqueletos se mueven por un paisaje estéril hacia unas cuantas personas aterrorizadas y desamparadas aún vivas. La escena, imaginada por Pieter Brueghel el Viejo en la pintura El triunfo de la muerte de mediados del siglo XVI, ilustra el impacto psíquico de la peste bubónica. Era un terror, dicen los historiadores, que permaneció incluso al retroceder la enfermedad. Las olas destructivas del COVID-19 han infligido su propia desesperanza en la humanidad del siglo XXI, dejando a muchos con la duda de cuándo terminará la pandemia.

“Tendemos a pensar en las pandemias y las epidemias como episódicas”, comentó Allan Brandt, un historiador de la ciencia y la medicina de la Universidad de Harvard. “Pero vivimos en la época del COVID-19, no en la crisis del COVID-19. Habrá muchos cambios que son significativos y perdurables. No vamos a mirar atrás para decir ‘Ese fue un momento horrible, pero ya terminó’. Vamos a lidiar con muchas de las ramificaciones del COVID-19 durante décadas, décadas”.

Algunas enfermedades, como la gripe de 1918, retrocedieron. Otras, como la peste bubónica, siguieron ardiendo a fuego lento. El VIH sigue con nosotros, pero con medicamentos para prevenirlo y tratarlo. En cada caso, el trauma persistió mucho después de que retrocedieron la amenaza inminente del contagio y la muerte.

En las pandemias del pasado, como ahora, fuertes movimientos anticiencia obstaculizaron la salud pública y el declive de la enfermedad. Tan pronto como Edward Jenner presentó la primera vacuna contra la viruela en 1798, aparecieron afiches en Inglaterra que mostraban a los humanos vacunados con “brotes de cuernos y pezuñas”, dijo Frank Snowden, historiador de la medicina en la Universidad de Yale. “En la Gran Bretaña del siglo XIX, el movimiento más grande fue el movimiento antivacunas”, añadió. “Y al resistirse los opositores a las vacunas, las enfermedades que debían haberse domado persistieron”.

La diferencia, no obstante, entre los escépticos de las vacunas y la desinformación pandémica de entonces y de ahora, dijeron los historiadores, es el auge de las redes sociales, que amplifican los debates y las falsedades de una forma que es realmente nueva.

Otras pandemias, como esta, fueron restringidas por lo que Snowden llama “arrogancia desmesurada”, certezas altaneras de los expertos que añaden a las frustraciones de comprender cuándo y de qué modo desaparecerá.

Con el COVID, expertos destacados declararon en un principio que los cubrebocas no servían para evitar el contagio, solo para dar marcha atrás después. Los epidemiólogos publicaron, confiados, modelos de cómo avanzaría la pandemia y lo que se requeriría para alcanzar la inmunidad de rebaño, solo para encontrar que estaban equivocados. Los investigadores dijeron que el virus se transmitía en las superficies y luego dijeron que no, que se propagaba por gotículas en el aire. Dijeron que era poco probable que el virus se transformara de manera significativa y luego advirtieron que la variante Delta era mucho más transmisible. “Lo pagamos caro”, dijo Snowden. Muchas personas perdieron la confianza en las autoridades entre tantas directivas y estrategias cambiantes que debilitaron el esfuerzo por controlar al virus.

Jonathan Moreno, historiador de la ciencia y medicina en la Universidad de Pensilvania, dijo que el fin del COVID sería análogo a un cáncer en remisión: aún presente pero no tan mortal. “Nunca te curas. Siempre está de fondo”.

Gina Kolata es columnista de The New York Times.