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Oficialistas y opositores se atribuyen pírricas victorias en un conflicto cada día más confuso y poco relevante para las mayorías. Mientras tanto, el tole tole ha ratificado únicamente la enorme dificultad del Estado boliviano para realizar reformas modernizadoras. Los verdaderos vencedores son nuevamente las corporaciones y los intereses particulares reacios al cambio.

Ya pasó algo parecido en el conflicto sobre las reformas al Código Penal. Hoy es el turno de las regulaciones contra la legitimación de ganancias ilícitas, con el agravante que los intereses auténticamente en riesgo tienen que ver con la informalidad, el contrabando o el narcotráfico. Es decir, detrás de la agitación contra el supuesto “autoritarismo” del Gobierno se esconde también el interés de varios de continuar aprovechando las lagunas del sistema financiero. En río político revuelto, ganancia de pe(s)cadores, ilícitos, por cierto, parafraseando un conocido dicho.

El episodio evidencia la hipocresía de algunos políticos, opinadores y entidades, que andan rasgándose las vestiduras contra la informalidad y los desarreglos de un país dizque “sin institucionalidad”, pero que, a la hora de la verdad, reculan o no dudan en oponerse, por razones varias, cuando se actúa institucionalmente, valga la redundancia, sobre el nervio de esos fenómenos que es la plata.

Pero lo más relevante del episodio es que refleja la creciente dificultad de la política para impulsar transformaciones necesarias para el bien común pero que indefectiblemente, para lograrlo, deben afectar los beneficios de algún grupo de poder o sector social.

Seamos sinceros: muchos cambios y políticas no siempre pueden beneficiar a todos, eso es una mentira piadosa, a veces redistribuyen el poder o afectan a unos pocos en beneficio de la colectividad. Desde esa perspectiva, las resistencias a las normas sobre control de ganancias ilícitas no deberían sorprendernos, hay poderosos intereses en juego, sobre todo en una sociedad en la cual casi la mitad de sus actividades económicas son informales.

Sorprende, eso sí, la ingenuidad y/o inoperancia del Gobierno y otros actores políticos que han subestimado la complejidad de la cuestión o que se hacen a los tontos sobre a quien finalmente benefician con la demolición entusiasta de esas regulaciones. Por eso la polarización se ha convertido en un cáncer para nuestro futuro, no solo porque satisface nuestros más bajos instintos, sino debido a que erosiona nuestra capacidad como sociedad para tomar decisiones vitales pero difíciles. Debilitamiento que no impactará solo en el actual Gobierno, sino en todos los que vengan por detrás. Las corporaciones están ganando poder y punto.

El Gobierno quizás saldrá apaleado de la coyuntura, algún insensato en el otro lado se declarará el pírrico vencedor, pero el saldo real es que habremos dado una señal contundente de que el país no quiere o no puede controlar las transacciones económicas irregulares, lo cual incluso podría llevar a un encarecimiento de los servicios financieros internacionales en el mediano plazo.

Este desarreglo debería preocupar a toda la clase política, empezando por el oficialismo. En particular, sobre la necesidad de construir un clima mínimo de diálogo entre las fuerzas sociales y políticas, no por razones de estética o moral, sino porque a este ritmo tomar cualquier decisión pública puede acabar en la patética y estéril batalla de mentiras, manipulaciones y contrainformación que estamos viendo estos días.

Salvo en ciertas coyunturas excepcionales en las que el Gobierno acumula un nivel de legitimidad enorme, como la que disfrutó el MAS entre 2009 y 2015, la viabilidad para cualquier reforma implica algún grado de cooperación entre los actores políticos y algún consenso sobre ciertos principios y pautas comunes de actuación. Sin eso, será casi imposible doblegar a las corporaciones y grupos que defenderán a muerte el statu quo que les favorece.

Si eso no se logra, el riesgo no es tanto que la esperpéntica polarización nos lleve a una nueva crisis política, está visto que eso no es muy viable, sino que bloquee durablemente la urgente acción del Estado para resolver montones de problemas vitales para la vida y el bienestar cotidianos de las y los bolivianos.

Armando Ortuño Yáñez es investigador social.