El colapso de WeWork
Es un triunfo que WeWork haya llegado tan lejos. Esta semana, una versión reducida de la empresa que alquila espacios de oficina comenzará a cotizar en la bolsa unos dos años después de que los inversionistas se dieran cuenta de que esta empresa emergente era una cortina de humo, de que casi se quedara sin dinero y de que su fundador se fuera con una fortuna.
WeWork no es la única empresa emergente ambiciosa que se tambalea. Los fiscales federales han dicho que la empresa de análisis de sangre Theranos falseó afirmaciones de que podía realizar cientos de pruebas médicas con solo un pinchazo de sangre y su fundadora está siendo juzgada.
Las empresas jóvenes como éstas no tienen mucha importancia para el resto del mundo. Sus inversionistas, en su mayoría acaudalados, pueden permitirse perder dinero. Sin embargo, el espectacular ascenso, caída y (tal vez) recuperación de WeWork tiene un alto precio. Al igual que el colapso bancario de hace más de una década y las historias de personas acaudaladas que utilizan medios legales para pagar poco o nada de impuestos, las empresas emergentes que fracasan contribuyen a la actitud de que el sistema financiero y la economía de Estados Unidos están amañados para favorecer a los ricos y a quienes tienen conexiones.
Para decirlo sin rodeos: los ricos y poderosos sí tienen una ventaja. Eso no significa que sea saludable que la gente se sienta fatalista porque así es como funcionan las cosas.
Agradezco, y al mismo tiempo temo, lo que han hecho las jóvenes y a veces descaradas empresas emergentes, demasiado entusiastas o absurdas, en la última década. Han tenido la ambición y el dinero para reimaginar viejas formas de hacer las cosas en la salud, el transporte, la educación, la vivienda, las compras y otros sectores de la vida.
Más de una década de manía por todo lo relacionado con la tecnología nos ha proporcionado tanto maravillas que han mejorado nuestras vidas como una industria artesanal de empresas insostenibles en lo financiero que, en ocasiones, han causado un daño catastrófico y nos han dejado a cargo del desorden. ¡Es complicado!
Lo que me llama la atención es el abrumador olor a injusticia. Cuando las empresas emergentes han tenido éxito, en su mayoría han hecho aún más rico al 1%. Y cuando estas empresas se inflan en exceso e implosionan, las personas influyentes que son responsables de ello tienden a no rendir muchas cuentas por sus actos.
Las personas que ven con mayor optimismo a las jóvenes empresas tecnológicas no han tenido en cuenta esta injusticia. Por lo general, estas empresas o personas no infringen la ley. Sin embargo, estos ejemplos nos dejan una sensación de injusticia que erosiona nuestra confianza. Tenemos esta sensación cuando los jefes de este tipo de empresas, como Adam Neumann, de WeWork, fracasan y son recompensados de todos modos y cuando los neoyorquinos ricos compran casas a precios (relativamente) bajos valiéndose de una ley destinada a ayudar a las familias de menores ingresos. Esa sensación de malestar se filtra a través de las historias de directores ejecutivos de empresas emergentes, en su mayoría poco rentables, que se han convertido en algunos de los ejecutivos mejor pagados del mundo empresarial estadounidense.
Podemos entender cómo la ambición en ocasiones tienta a la gente y cae en la codicia o el engaño, sobre todo si nadie les dice que no. La injusticia no es el resultado de manzanas podridas individuales, sino de sistemas que se inclinan a favor de los ricos y poderosos, y de guardianes, incluidos los funcionarios del gobierno, que son demasiado indiferentes o ineficaces.
Shira Ovide es columnista de The New York Times.