Los activistas y delegados del mundo que pronto estarán en Glasgow tienen motivos para estar ansiosos. Después de todo, será una cumbre climática con muchísimas cosas en juego. Conocida como COP26 y prevista a realizarse entre el 31 de octubre y el 12 de noviembre, la conferencia es quizás una de las últimas oportunidades del mundo para lograr que la temperatura global promedio no se incremente más de 1,5 grados Celsius por encima de los niveles preindustriales, y evitar el calentamiento planetario a una escala aterradora.

Este ambiente de preocupación parece no afectar al primer ministro británico Boris Johnson, líder de la nación anfitriona. Con un optimismo pomposo, parece estar seguro de que los países intensificarán las medidas climáticas: en septiembre, afirmó que la conferencia será “un punto de inflexión para la humanidad”. Y, con osadía, ha posicionado al Reino Unido como la nación que lidera este cambio.

Para argumentar su aseveración, Johnson señala cómo el Reino Unido se ha descarbonizado más que cualquier otro país desarrollado, 1,8 veces el promedio entre las naciones de la Unión Europea, y también el hecho de que fue la primera gran economía en establecer por ley el objetivo cero neto para las emisiones de carbono.

Sin embargo, el Reino Unido está lejos de ser un héroe climático. La nación está comprometida con los combustibles fósiles y las corporaciones privadas, se opone a una regulación rigurosa y no está dispuesta a reconocer su responsabilidad histórica con el Sur global. Incluso el laureado objetivo cero neto para 2050 está basado en compensaciones de carbono poco fiables y está demasiado distante como para generar una descarbonización lo suficientemente pronto. Johnson podrá afirmar que el país es líder mundial en acción climática, pero no debemos caer en esa trampa.

La doble moral más clara está en casa. A pesar de las advertencias del gobierno escocés, el gobierno nacional en Westminster está listo para aprobar 18 nuevos proyectos petroleros y gasísticos en el mar del Norte. Uno de los yacimientos petrolíferos más importantes, conocido como Cambo, tiene previsto extraer un total de 150 millones a 170 millones de barriles de petróleo hasta 2050.

Pero más allá de exigirle al regulador que ayude a cumplir los distantes objetivos del cero neto mediante la reducción de las emisiones de la producción, el gobierno hasta ahora no ha intervenido. Cambo es el ejemplo más atroz de una estrategia política y económica que ridiculiza la superioridad moral del Reino Unido. La lista de pecados es extensa.

Lo más indignante de todo es que estas acciones están bajo una cortina de humo de palabras bonitas. A esto se le podría calificar, siendo caritativos, de disonancia cognitiva, el resultado de la incapacidad de reconciliar objetivos climáticos con una economía forjada por combustibles fósiles. Pero la verdad es más cruda. Países de todo el mundo, entre los que destaca el Reino Unido, están siguiendo deliberadamente una estrategia económica que está calentando el planeta y devastando comunidades en todas partes. Prefieren las ganancias privadas a un planeta habitable.

El periodo para evitar lo peor se reduce con cada día que pasa. Las dos semanas de la COP26, en la que los gobiernos tendrán la oportunidad de cerrar la brecha entre la retórica y la realidad, serán cruciales para el planeta. O continuamos por el camino de un mundo que se calienta rápidamente o alteramos el curso de la civilización humana.

Pero pase lo que pase en Glasgow, hay que comprender que la tormenta no viene en camino. Ya la tenemos encima.

Eleanor Salter es escritora y columnista de The New York Times.